Por Consuelo Ahumada
La indignación del pueblo colombiano pareciera no tener marcha atrás. El estallido se produjo el pasado 28 de abril en más de 500 municipios, cuando el Comité Nacional de Paro convocó a una movilización general en contra del proyecto de reforma tributaria.
En contravía de cualquier experiencia histórica, el gobierno pretendía reactivar la economía con un proyecto recesivo, que aumentaba los impuestos a los trabajadores/as y a los productos de consumo básico, para favorecer a los dueños del capital. Insistió en mantenerlo con el argumento de que el país no podía perder el grado de inversión ni suspender los subsidios sociales, aunque estos fueran mínimos y no estuvieran legalmente garantizados. Pero debido a la contundente movilización social el presidente debió retirarlo el domingo pasado.
Pero el malestar de la población en los diversos territorios no era solo por la reforma. Refleja un cúmulo de descontentos y expectativas insatisfechas frente a los desastres de este gobierno incapaz y servil. Su indolencia frente a la vida y las condiciones de los pobres en campos y ciudades desborda cualquier antecedente, en un país donde ese ha sido el comportamiento histórico de las elites gobernantes.
La semana pasada se conocieron también las dramáticas cifras oficiales sobre el incremento del desempleo, la pobreza, la miseria y el hambre. El retroceso del país ha sido enorme.
Las masacres y asesinatos de dirigentes sociales y excombatientes se registran día a día, al igual que los muertos de la pandemia. En medio de la impunidad generalizada, aparece el discurso monotemático del presidente, que culpa al terrorismo y el narcotráfico, dejando de lado los oscuros vínculos de sectores de las Fuerzas Militares y de algunos de sus propios funcionarios con el negocio. No en vano se ha dedicado a deslegitimar y sabotear el Acuerdo de paz.
La atención de la pandemia ha sido desastrosa y la corrupción rampante, los recursos quedaron en manos de los banqueros
La atención de la pandemia ha sido desastrosa y la corrupción rampante. Los recursos quedaron en manos de los banqueros, mientras que los subsidios a la población y a las pymes y mypimes han sido por completo insuficientes. Colombia está hoy entre los cuatro países del mundo con mayor mortalidad diaria.
Cómo no entender entonces la portentosa movilización social que vemos en las calles y por las redes sociales. La juventud está al frente de la resistencia en los barrios populares de Cali, Bogotá, Medellín, Pasto, los Santanderes, los municipios cercanos a la capital, el Caribe, los Llanos y el Pacífico.
Desde el Cauca profundo revive la minga indígena y anuncia su retorno a Bogotá. Protestan por sus numerosas víctimas, en el departamento más golpeado por la violencia. Derriban estatuas de colonizadores y responden con dignidad a periodistas al servicio del régimen.
La actitud del gobierno ha sido previsible. Estigmatiza la protesta e impulsa la represión desbocada. En la mañana del viernes, después de dos días de movilización, el expresidente Uribe trinó en su estilo recurrente: “Apoyamos el derecho de soldados y policías de utilizar sus armas para defender su integridad y para defender a las personas y bienes de la acción criminal del terrorismo vandálico”. Doce horas después, Twitter eliminó el mensaje, aduciendo violación de la regla sobre “glorificación de la violencia”.
Pero tuvo su impacto. Esa misma noche se produjo un número indeterminado de muertos, desaparecidos, heridos, detenidos. El sábado en la noche el presidente anunció la militarización de las ciudades, lo que debilita todavía más el precario Estado de derecho.
Es cierto que ha habido saqueos y vandalismo, pero son minoritarios frente a la magnitud de la manifestación pacífica y alegre del sentir popular. En buena medida se explican por las dificilísimas condiciones de pobreza y hambre, agravadas por la pandemia y la indolencia oficial.
Pero también se denunciaron extraños saqueos como los de Cali, muy coordinados, en sitios con fuerte presencia militar. ¿Dónde estaba el Mindefensa y la cúpula militar, que viajaron a la ciudad, durante los ocurridos el jueves? ¿Persiguiendo a los manifestantes?
Claramente, estas acciones sirvieron para estigmatizar la protesta y tratar de debilitarla, al estilo fascista. Un informe preliminar presentado el sábado pasado por la ONG Temblores, que le hace seguimiento a la labor policial, señala que entre el 28-30 de abril se reportaron en su plataforma 851 casos de violencia policial, 68 de violencia física, disparos y agresiones. Miembros de la Policía, de manera deliberada y premeditada, asesinaron al menos a diez personas en todo el país.
Pero informes más recientes de esta ONG y de otras multiplican el número de muertos, desaparecidos y detenidos. Hasta el domingo pasado al menos 21 personas habían muerto a manos de la fuerza pública.
La represión y la matanza están siendo enfrentadas por la resistencia popular, que ya obtuvo un triunfo importantísimo. “Puerto Resistencia”, al oriente de Cali y los/las jóvenes encerrados/as en el coliseo de Pasto, son apenas dos ejemplos. Como señaló Residente en su respaldo a la movilización: “Si un pueblo sale a manifestarse en medio de una pandemia, es porque su gobierno es más peligroso que un virus.” Urge la denuncia y la solidaridad internacional con Colombia.
Tomado de las Dos Orillas