Miguel Ruiz Acosta
El éxito de Jair “Mesías” Bolsonaro en la primera vuelta electoral de las presidenciales brasileñas fue un balde de agua helada para la izquierda latinoamericana. No son pocas las hipótesis que se aventuraron para intentar explicar ese resultado. De aquellas, una de las más sugerentes es la avanzada in extenso por el intelectual brasileño Carlos Serrano Ferreira hace unos días en este mismo portal. El mérito de Ferreira tiene que ver con el enfoque que adopta para leer la coyuntura. Como él mismo sugiere al referirse a la oleada bolsonarista, de lo que se trata no es de quedarnos en el plano más superficial del fenómeno, sino explorar su naturaleza más profunda, su esencia, a la que no duda en conceptualizar como fascista. Pero, ¿cuál es la naturaleza del fascismo, más allá de sus particularidades coyunturales? ¿Cuáles son las herramientas del pensamiento más certeras para estudiarlo?
A contrapelo con las explicaciones más convencionales de tipo inmediatista, el análisis de Ferreria se apoya en una larga y fecunda tradición de pensamiento que pone en el centro la dinámica histórica de la correlación de fuerzas (económicas, políticas, culturales) entre las clases sociales y sus fracciones. Una primera distinción que hay que tener en cuenta es la diferencia entre el fascismo como movimiento político y como régimen de gobierno; el primero sería esencialmente un movimiento protagonizado por la pequeña burguesía (las llamadas “clases medias”) y algunas fracciones de las clases trabajadoras, mientras que el segundo es propiamente una modalidad de dominación política que construye relaciones más o menos permanentes y estables entre los gobernantes y los gobernados en el marco de lo que podría ser llamado un Estado fascista en cuanto tal, al servicio directo de alguna de las fracciones del gran capital. No siempre un movimiento fascista logra transformarse en régimen de gobierno, pero en su simple existencia se haya la posibilidad de que así sea. En cualquier caso, lo que caracterizaría esencialmente a los movimientos o Estados fascistas es su tendencia a imponer una forma de dominación que, utilizando métodos propios de la guerra civil (mediante la violencia abierta) se aboca a destruir cualquier tipo de organización política o cultural de las clases trabajadoras, especialmente de aquellas más movilizadas y politizadas. Su discurso puede o no ser más o menos racista o sexista; más o menos nacionalista; con mayor o menor movilización de masas; e incluso puede llegar a revestirse de un ropaje ideológico “de izquierda”… pero eso no es lo fundamental; lo que hace fascista a un movimiento o régimen político es la naturaleza beligerante, llevada al extremo, en su proceder contra todos aquellos que se opongan a las necesidades de acumulación en determinada coyuntura histórica, en nombre de la “regeneración moral de la nación”, como ilustran los muchos ejemplos brindados por Ferreira, los cuales han sido estudiados a profundidad en la monumental obra del investigador y militante portugués João Bernardo, Laberintos del Fascismo.
Otra de las virtudes del texto es clarificar las relaciones continuidad/discontinuidad que existen entre la modalidad liberal y la fascista de ejercer el poder político, llegándose a plantear que ni siquiera son antagónicos, siendo el fascismo “la continuación del liberalismo por otros medios”. El auténtico antagonismo sería no entre esas dos modalidades de dominación de la moderna sociedad burguesa de la cual somos parte, sino entre el capitalismo y la democracia sustantiva, la cual también ha sido históricamente combatida no sólo por el fascismo, sino también por los liberalismos de ayer y de hoy. Lo más progresista de lo que hoy llamamos democracia liberal es resultado de las conquistas que los pueblos le han arrancado al capital (derechos civiles, políticos, sociales). No hay que olvidar que, como lo ha estudiado a profundidad Domenico Losurdo, el liberalismo histórico casi siempre fue profundamente antidemocrático (racista, sexista, clasista, y colonial).
Los logros de las luchas populares pueden ser eventualmente tolerados, sobre todo si abonan a la estabilidad de los procesos de dominación, al facilitar que esta última se base no sólo en la violencia descarnada, sino en la hegemonía, que también supone ciertos niveles de consenso y legitimidad social de la dominación. Sin embargo, tales conquistas corren permanente riesgo de ser revertidas o limitadas, o simplemente subsumidas por el orden del capital. En otras palabras, los espacios de libertad y democracia que pueden existir bajo el capitalismo no pueden ser definidos de una vez y para siempre; están permanentemente en cuestión de acuerdo a la capacidad que tiene el propio capital de procesarlos.
De hecho, como anota Ferreira, en determinados contextos la democracia liberal puede resultar útil al capital, al permitir una circulación intra-élites en el ejercicio del poder político y posibilitar el apoyo más o menos activo de los de abajo al orden existente, por lo que concluye que el fascismo sólo puede ser “consumido con moderación” por la burguesía, sólo cuando le es estrictamente indispensable. Y aquí se impone la pregunta respecto a cuáles son las condiciones bajo las que se suele incubar un movimiento de carácter fascista. Haciendo tabla rasa de las particularidades históricas de cada caso podríamos simplificar la cuestión de la siguiente forma: el fascismo ha tenido mayores éxitos allí donde estallaron insurgencias sociales con potencial revolucionario, pero derrotadas por la fuerza (Italia y Alemania a comienzos de los veinte, por citar los ejemplos más conocidos), o bien allí donde se ensayaron experimentos progresistas a escala estatal que no pudieron resolver sus contradicciones internas, quedando atrapadas en los estrechos límites de la democracia liberal (casos de la República Española de los treinta, o el Chile de la Unidad Popular a comienzos de los setenta). Más allá de los abismos que pueden separar estas y otras experiencias, de lo analizado por Ferreira se desprende lo que tal vez sea un elemento más o menos común a la emergencia de los fascismos: son la respuesta de las fracciones más reaccionarias del capital ante el temor de que las fuerzas populares, debilitadas por la derrota o la falta de orientación estratégica, puedan reorganizarse y retomar la iniciativa. En la segunda parte de esta nota discutiremos cuáles son las implicaciones de los planteamientos de Ferreira para la presente coyuntura latinoamericana.