Al preguntársele sobre si sentía responsable por la tardía respuesta del gobierno estadounidense a la difusión de la pandemia, el Presidente Donald Trump dijo “Yo no soy responsable en lo absoluto”.

Si Usted cree que ciertas cosas no deben ser “politizadas”, entonces mejor no siga leyendo este artículo. Gracias por su visita.

Politizar es convertir a algo en un tema de discusión en el ámbito de lo público. Esta posible conversión suele implicar, sin embargo, muchos riesgos para quienes controlan el poder político y económico. Por ello, un rasgo inherente a las prácticas, ideologías y discursos conservadores es el ocultamiento, la supresión o la negación.

¿Por qué las sociedades toleran esto? Por muchas razones que la antropología podría explicar. No obstante, para fines de este momento, solo basta señalar que el ocultamiento, la supresión o la negación facilitan que “ese algo incómodo” se quede en el ámbito de lo privado, es decir, en un espacio simbólico donde lo fortuito o lo idiosincrático pueden ser convertidos en causas para una explicación simple y entendible para las mayorías.

“Los trapos sucios se lavan en casa” es la frase que resume la función de “la administración selectiva de la verdad” en los discursos que les permiten a los poderosos decir “No fue mi culpa. Esto pasa en todo el mundo. Ningún país podía detener el ingreso del virus. Yo no soy responsable”.

Dicho lo anterior, veamos algunos asuntos que evidencian la necesidad de politizar los acontecimientos generados a partir de la difusión de Covid-19.

La destrucción de la salud pública no es un acontecimiento natural

El coronavirus matará a los más vulnerables, a los viejos, a los pobres, a los débiles. Esta frase resume la realidad que muchos fascistas intuyen y aplauden… como lo hizo una joven española para quien los viejos son un problema para la economía contemporánea pues hay “demasiadas momias caminando todavía por la calle”. Meses atrás, Christine Lagarde, la ex directora del Fondo Monetario Internacional, dijo algo similar… pero con más elegancia, por supuesto.

El Covid-19 está sacando a la luz los efectos perversos que el neoliberalismo ha fomentado en las últimas décadas. Entre ellos está la destrucción de “la salud pública”, algo que no se reduce a la existencia de instalaciones hospitalarias, médicos, mascarillas o antiretrovirales.

Apenas unos diez días atrás, los estadounidenses estaban discutiendo cómo construir un sistema público de salud en su país. Aunque parezca broma, Bernie Sanders y sus simpatizantes publicaron memes en los cuales invitaban a los votantes a construir sistemas de educación y salud similares a aquellos que existen “en países desarrollados” como Finlandia, Alemania, Francia y Cuba.

Si… como lo leyó… “y Cuba”. Obviamente, esta confesión enfureció a todas las variedades de conservadores estadounidenses que se lanzaron a las redes sociales a hostigar a Bernie por su “amor” hacia los rojos latinoamericanos. En ese debate estaban cuando llegó el Covid-19.

En Estados Unidos, la provisión de salud pública es un anhelo cada vez más fuerte. Los estadounidenses nacen y mueren en una sociedad donde si una persona no tiene dinero, entonces no tiene salud. Así de simple. La gente aceptó aquello como algo “natural” mientras las enfermedades que los afligían eran relativamente manejables por los hogares, mientras la iglesia de la esquina ofrecía consultas gratuitas con un médico dos veces por semana o mientras viajar a Canadá o México eran opciones baratas de acceso emergente a servicios.

La población fue entrenada para aceptar su indefensión mediante discursos que hacían apología de la valentía del individuo y de las ventajas del capitalismo. Pero eso comenzó a cambiar a partir de la crisis de la deuda de los estudiantes, es decir, cuando los intereses chulqueros evidenciaron que el mérito, el trabajo y la capacidad de una persona no bastan para asegurarle un empleo.

Como lo reconoció diáfanamente Donald Trump, Estados Unidos es “un país en desarrollo”. En materia de salud pública, la afirmación es obvia. Sus instituciones jurídicas y políticas están diseñadas para incentivar negocios privados traficando con la salud y la vida de las personas. Por eso, como no pasa ni siquiera en otros “países en desarrollo” que recibirán cooperación china y cubana, la prueba del Covid-19 puede llegar a costar USD 2.300. Así lo denunció un estadounidense que, muy posiblemente, ignora que su congresista es apoyado por las grandes farmacéuticas.

¿Acaso se podía esperar algo diferente en un país donde el Presidente Trump convoca a una rueda de prensa urgente para que los empresarios puedan decirles a los periodistas en cuánto tiempo podrán vender vacunas?

“El Estado te protege, el mercado no lo hace”. Esto lo están descubriendo millones de ciudadanos que, poco a poco, están animándose a admitir que “Estados Unidos necesita un partido socialista”, el “municipio debería pedir ayuda a Cuba” o “el bloqueo a los cubanos es un crimen”.

Semejante descubrimiento no es una obra intelectual. Aquel es el resultado de la constatación de que, por ejemplo, en Nueva York, uno de los estados históricamente menos conservadores, un millón de personas podrían contagiarse a corto plazo… pero no hay ni 6.000 camas disponibles para su atención en instituciones públicas o privadas sin fines de lucro.

Tampoco New York cuentan con “ese capital social que tienen los cubanos” y que les permite que, en cada familia y en cada manzana, las personas colaboren con su médico como si estuvieran en guerra contra un enemigo invisible… una guerra cuyas batallas previas ya han venido librando desde hace 60 años contra el Imperio

Ahora, ese Imperio no puede ofrecer pruebas de Covid-19 gratis, no puede pedirles a sus trabajadores de salud que hagan doble turno porque no hay recursos públicos para pagarles, no puede conseguir voluntarios para que actúen como investigadores dispuestos a correr cualquier riesgo mientras rastrean a quienes estuvieron en contacto con los contagiados.

Duele contrastar lo que pasa en Estados Unidos con lo que sucede en Cuba. Duele porque, en nuestros países, todavía hay “algunitos” que fingen ignorancia.

La banca nunca pierde… al menos aquí.

Emmanuel Macron o Angela Merkel son gobernantes que no se esfuerzan por disimular sus veleidades conservadoras. Por mucho que se los mire, ellos tienen nada de socialdemócratas por ningún lado. Pero si tienen sentido común. Por eso, a ellos, no aplica la frase emitida por un republicano que dijo que “él no está capacitado intelectual ni moralmente para gobernar”. Se refería a Trump… aunque la descripción parece pertinente también para otros.

En los días anteriores, algunos países de la Unión Europea anunciaron políticas públicas que podrían sorprender a quienes no hayan escuchado lo que la izquierda ha pregonado durante décadas. En definitiva, para superar los impactos económicos que el Covid-19 generará, los europeos plantean utilizar los recursos y la autoridad del Estado para impulsar “acciones contra-cíclicas”, es decir, comportamientos que contrarresten aquello que sucedería espontáneamente si se permitiera que “el mercado” actuase con “mano invisible”.

El ejemplo más sencillo de relatar es caso de Alemania, un país donde el gobierno conservador pondrá a disposición de los pequeños y medianos productores más de USD 513 mil millones en préstamos preferenciales para que no reduzcan su actividad económica y, por ende, para que no despidan a sus trabajadores. Les haya gustado o no, los banqueros alemanes acataron esa decisión porque, aparentemente, ellos si entienden que el verdadero “riesgo sistémico” no es la disminución de la rentabilidad de la banca sino el colapso de la producción.

Solo el trabajo productivo genera crecimiento económico. La banca se apropia de una parte de la riqueza social y la transfiere a “la clase ociosa”. Esto lo sabían y lo dijeron Adam Smith, David Ricardo, Benjamín Franklin, Thorsten Veblen y otros pensadores clásicos que los neoliberales criollos prefieren ignorar cuando les conviene.

No es insólito que los ilustrados mandatarios europeos hagan políticas contra-cíclicas y utilicen la autoridad del Estado para mantener los niveles de producción. Para un ecuatoriano, salvadoreño o un panameño, lo verdaderamente impresionante es lo siguiente:

La Reserva Federal Estadounidense, la FED, un espacio controlado por los grandes capitales, bajo las tasas de interés a CERO…. ¡ Las tasas de interés a CERO !

¿Es esta una señal del fin del mundo? No para los estadounidenses que, por lo menos en esto, tuvieron suerte. Para los productores de cualquier otro “país en desarrollo”, sin embargo, el panorama económico a corto y mediano plazo SI podría ser desastroso.

En nuestras comarcas, los gobernantes no hacen nada sin consultar previamente a sus auspiciantes. Y dado que estos personajes no se ponen ni se pondrán de acuerdo, aquí no habrá tasas de interés CERO, ni condonaciones de deuda, ni políticas contra-cíclicas propiamente dichas. Aquí solo abra paquetazo a la antigua.

Según quienes amasan fortunas a cualquier costo humano o ambiental, los trabajadores queremos todo gratis y aprovechamos cualquier oportunidad para “robarles” su dinero. Hasta el final de sus días, ellos y sus títeres negarán y ocultarán que solo el trabajo productivo genera riqueza. En Ecuador, la banca nunca pierde. Aquí no pasará nada.

Nuestro problema no es gente comprando papel higiénico en exceso… Nuestro problema es una ciudadanía que prefiere el ocultamiento, la supresión o la negación.

Evitar la discusión colectiva de la ausencia, lentitud o inoperancia de las políticas públicas es, al fin y al cabo, menos estresante… especialmente en tiempos difíciles.

Por Editor