Carol Murillo Ruiz

El secuestro y posterior crimen de tres trabajadores de la comunicación de diario El Comercio ha sacado a relucir no solo un tema profundamente humano y la complejidad laboral y ética de una profesión como el periodismo, sino algo mucho más grave: la ignorancia que tenemos en Ecuador sobre la violencia que azota la frontera norte desde hace décadas.

Esa ignorancia está relacionada con el horrible hábito de vernos el ombligo y no mirar el horizonte, no aprender de los otros y no saber qué sucede con los vecinos.

Las declaraciones oficiales sobre los grupos violentos que pululan, viven o ‘trabajan’ en la frontera norte pintan a los criminales como sujetos sin dios ni ley a los que hay que exterminar –también- por la vía violenta. Casi nadie ha hecho, desde el gobierno ecuatoriano, por lo menos en público, un análisis real de la problemática fronteriza, cruzando las variables históricas de la experiencia colombiana por más de medio siglo y sus posibles secuelas en un momento como este no solo en la frontera norte sino en la región.

Claro, más fácil es utilizar términos rimbombantes (narco guerrilla, sicarios, narcoterroristas, disidentes, etc.) que oculten la realidad macro antes que explicar que somos unos invitados especiales (a la fuerza) de una guerra que ni la empezamos nosotros ni tenemos por qué cortejarla.

Algunas de las variables históricas que marcan el conflicto de la frontera Ecuador-Colombia tienen que ver con: las guerrillas, el narcotráfico, el paramilitarismo y la acción militarista (contra estos fenómenos) del estado colombiano apoyado por la potencia del norte en temas de inteligencia y monitoreo desde bases militares ubicadas en el propio territorio colombiano. A eso habría que agregar que el Proceso de Paz, en plena fase de acatamiento pero con muestras de inestabilidad, desconfianza y ruptura de algunos acuerdos, pinta el panorama muy densamente; además, y esto es clave, el inicio de la campaña presidencial en Colombia ha agitado los intereses belicistas de ciertos sectores y movilizado consignas políticas que alcanzan, soterradamente, el futuro control de las fronteras y el peso económico que eso significa para todo ese país.

Pero hay más: la injerencia extranjera de EE.UU. no es tapiñada. Es una intrusión caracterizada por la opción ofensiva sin más y que no solo advierte el problema en Colombia sino que lo irradia a la región. Ergo, ese discurso del peligro de que las bandas se infiltren en otros países está destinado a crear un ambiente de miedo para que la gente justifique la presencia estadounidense en el control de la seguridad de nuestros países.

Ergo, cuando estos días he mirado cómo se aborda en los medios el tema de los periodistas asesinados por una banda criminal en la frontera, sospecho que los ojos de muchos se concentran en esa línea difusa que divide a los dos países y que solo es analizada desde la vertiente policial y militar del hecho: una frontera obscura con asesinos en cada esquina.

Creo que el tema merecía una atención más profunda. En la frontera están asociadas varias cuestiones de complejidad múltiple: la política interna de cada país (es decir cómo cada uno la maneja); la inveterada fragilidad social y económica de la vida fronteriza en situación de violencia, la política macro de los Estados frente a los delitos que semejante escenario ocasiona; la política exterior expresada ya no en diplomacia de alto coturno sino en la comprensión esencial de las necesidades concretas de personas en permanente estado de riesgo; la economía doméstica -de guerra- como derivación de la movilidad legal e ilegal de personas y productos; el tránsito irregular de drogas y vías de acceso y circulación para los mercados cercanos y lejanos; los intereses de agentes internos tanto en Ecuador cuanto en Colombia y de los países receptores de los estupefacientes; y, los favores de funcionarios estatales que también son parte de los circuitos anómalos del mejor negocio del mundo.

La muerte de los periodistas se debe más a la incomprensión de un problema tan difícil y embrollado como este y que no fue manejado, por las autoridades ecuatorianas, con sabiduría e inteligencia política. Se prefirió tapar la información o hacer amarillismo con la poca que decían tener; enfocar el asunto apenas como un tema delictivo; someterse a la maniobra de la injerencia estadounidense de la que el gobierno actual es víctima (¿o cómplice?); culpar a Correa de una trama que Colombia no ha podido resolver desde el siglo pasado; jugar con los tiempos emocionales de los familiares, los periodistas rasos y de la ciudadanía; dar ruedas de prensa a veces con una dosis de drama y otras veces con una dosis de inutilidad e ineficacia verbal; hacer pactos con algunos medios para anestesiar a la opinión pública sobre sucesos que ponen en duda la capacidad de gobernar de quienes hoy rigen el Estado; en fin, vivimos el caos gracias a la modorra de un gobierno que no sabe la diferencia entre la política y la pistola.

 

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