Juan Ramírez

                                                                          No creo en nada. Pero me gusta la gente que cree.

                                                                                  Admiro la fe de las personas del campo

                                                                                  o la creencia en la Virgen de Guadalupe.

                                                                                  O los niños, que creen en las hadas.

                        Francisco Toledo

Primer acto: regeneración.

Algunos matices de las estatuas de bronce resaltan más desde ciertos ángulos, pero otros lo hacen solamente si los completa la mirada. Andrés Manuel López Obrador parecía el candidato oficial, es la verdad. Desde que inició la campaña ―donde solo la incredulidad sobre su victoria se debatía parejo con las ganas de creer en su posibilidad real― los otros tres contendientes bailaron en torno a quien no sólo ya representaba con aplomo y soltura su papel de “hombre de estado” sino presentaba como novedad una imagen de futuro que se vivió en el pasado.

En el diario La Jornada, almanaque periódico de un espectro de la política en México que se reconoce como “de izquierda” o “progresista”, el lunes dos de julio apareció un bello y revelador texto titulado “Nosotros ya no somos los mismos”, firmado por Ortiz Tejeda. Allí el autor comparte la sospecha de ser el más antiguo afiliado del PRI, único partido en que ha militado. Después de confesar duda y malestar frente a un proceso electoral de alineaciones desconcertantes, hace un rodeo anecdótico donde toma al Himno Nacional Mexicano como protagonista. Un personaje que en sus labios vivió un desgaste paulatino y triste, después de haber librado batalla en las más diversas circunstancias, durante décadas.

Su crónica describe un desvanecimiento del sentido de aquella prosa que insiste, “guerra, guerra sin tregua”, en defender una patria acechada. El final es apoteósico. Relata la resurrección del bélico canto y con él, nuevo peligro y vida nueva para este quijote de diez estrofas. Es el cierre de campaña de López Obrador, en el Estadio Azteca, la atmósfera que pudo devolverle su sentido. Y dice, orgulloso: “chillé abiertamente”. Y estando allí, frente a un escenario que le devolvía la ilusión y las ganas de creer, se gatilló una certeza: debía votar no solo por el destino de sus hijas y sus nietos, sino por sus orígenes. Para ser congruente, nos dice, voté por Morena.

La restauración o regeneración de una cierta forma de hacer política brota en lo que parece ser una purificación sacrificial. De los escombros que van dejando las actuales modalidades de la guerra permanente en el siglo XXI, es removido el huevo tierno de un águila llamada a devorar serpientes. Y lo hace, además, alimentando el mito de la transición pacífica en un contexto en el que, se sabe, se vive una indetenible muerte selectiva.

Segundo acto: lo formal y lo real.

Uno de los puntos de conflicto que puede reconocerse al explorar las posibilidades de cambio o transformación de los estados nacionales en América Latina, particularmente para quienes lo hacen pensando en trascender la orientación (neo)liberal de la política económica en la región, es el que se interroga por el papel que ocupa el mando político en cada uno de esos dramas locales. Y yendo un poco más allá, sobre el uso que se le puede dar al aparato estatal para provocar un giro substancial al rumbo que se ha tomado en las últimas cuatro décadas.

El triunfo de Obrador viene a fecundar la imaginación social y a poner un bálsamo sobre viejas heridas. Y no es poca cosa. Vino a declarar su amor justo cuando más necesitamos enamorarnos. Pero los límites que tiene el ejercicio contemporáneo de la política estatal están determinados por otros ―de carácter estructural, por debajo de los límites aparentes― que acotan las posibilidades reales de transformar los usos y costumbres de la política moderna.

Si bien un barroquismo de misteriosa estirpe nos permite explorar usos insólitos para los objetos (usar un libro para sostener un mueble, por ejemplo) el diseño de las cosas guarda una orientación y sentido al que no siempre podemos escapar. El Estado nacional mexicano es una mercancía compleja cuyo uso difícilmente puede sostener la reproducción ampliada del bienestar social.

Para los seres humanos, un artefacto, una herramienta, es la sugestión de una forma de humanidad; es la indicación silenciosa de una manera de darnos identidad social. Y es posible que la imposición de un uso distinto, al paso de las generaciones, obligue a la transformación de la herramienta. Pero es la guerra, y no el amor, la que lleva mucho tiempo suscitando técnicas, métodos y manuales de operación para garantizar sus objetivos. El Estado nacional lleva inscrita una fatalidad; hacer siempre de una promesa una traición.

Tercer acto: miradores y observadores.

AMLO podría abonar al fomento de otros usos transformativos en la política contemporánea. Y puede hacerlo inscrito en la tradición de los políticos de antaño (cuando la memoria histórica estaba viva y los actos estaban preñados de simbolismos evidentes) iniciando no una cautivadora, aunque improbable, multiplicación exponencial de mutaciones revolucionarias, sino un conjunto de gestos o actos políticos que tengan como interlocutor ideal a otro tipo de observador. Porque es insuficiente hacerse de un mirador para tener un punto de vista. Más vale tener en la mirada disposiciones que permitan reconocer nuevos matices.

Hablar sobre política exige un acto de fe. Hablar “en frío” o “desde fuera” resulta siempre una blasfemia. Escuchar de política sin que signifique para ti una cuestión íntima es como leer el horóscopo ajeno o el periódico de ayer. Y ya se sabe. La dinámica que se vive en México nos invita a tomar posiciones distintas, puntos de observación desde donde “se debe estar”. Pero hay otras formas de mirar, en donde se pare uno. Me alegra ver la felicidad de la gente. Es indudable que vivimos un momento significativo. Pero las razones de esa felicidad son muy variadas. Y el actual proceso tiene la peculiaridad de conciliar en un solo momentum ilusiones y desagravios.

Todo esto es una gran puesta en escena. El papel que cada quien decide tomar puede ser asumido con convicción o con pusilanimidad. Y es preciso reconocer que existe una atmósfera favorable para devolverle el sentido a la actividad política (con el estado, a pesar del estado o contra el estado). Es importante seguir cultivando cotidianamente imaginación y entusiasmo para trascender esa insatisfacción básica que despierta en muchos el actual estado de cosas. Pero me da la impresión de que la vida está en otra parte.

Ciudad de México, 7/VII/2018

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