Lucrecia Maldonado

Hace años ya, en una consulta popular, la mayor parte de la población del cantón Quito optó por la abolición, o por lo menos por la ausencia de espectáculos de diversión en los que se diera muerte a un ser vivo, llámese toro, gallo o perro. Fue una decisión colectiva que sorprendió a muchas personas, taurinas o no, pues existía en el imaginario de la supuesta ‘quiteñidad’ la idea de que la fiesta brava estaba inscrita en el ADN de la ciudad y sus habitantes, fueran del norte, del sur o de la periferia.

Y no.

Por una vez, la consciencia planetaria de la población media de la ciudad se hizo presente para demostrar que no es tan cierto que el alma quiteña lleve una montera y un estoque por divisa, como algunas voces intentan convencernos hasta ahora. Lo que sí es cierto es que tal actividad significaba un negocio redondo para unos cuantos, que se agarran de cualquier argumento para intentar volver a imponer, más allá de la voluntad popular, aquello que durante cincuenta años los enriqueció sin mayor trámite.

La defensa de la tauromaquia en Quito se basa en algunas falacias fácilmente desmontables, a saber:

La tradición: es una tradición centenaria o milenaria. Alguien, en un artículo de prensa, habla de una tradición de 500 años. ¿En Quito? No. La Feria de Quito tal como se la conoció durante algunos años comenzó a fines de la década de los 50 del siglo pasado porque el invierno europeo no facilitaba las corridas de toros y las empresas taurinas y afines no ganaban tanto dinero como en otras estaciones. Entonces, en alianza con empresarios taurinos se las arreglaron para crear algunas ferias locales en Latinoamérica y así no perder esos meses de frío climático y económico. En Quito también auspiciaron la aparición de las fiestas, y concretamente de las celebraciones nocturnas del 5 de diciembre, algunas empresas productoras de licor. Dos motivos muy nobles impulsaron la difusión de estas festividades: medrar a costa de un espectáculo sangriento y vender licor. De eso se trataba, al menos en parte. Y por otro lado, que una actividad sea tradición no la santifica como pura y buena: ¿no es acaso una tradición la ablación del clítoris en países africanos? Pero de seguro nadie en su sano juicio se atrevería a defenderla solo por ese motivo.

Las fuentes de trabajo en torno a la feria taurina. O sea, si no hay corridas de toros no hay nada más que hacer en las fiestas. Obviamente que, como en todo, se construyó un sistema de comercio (restaurantes, ventas de sombreros y otros) en torno a la Plaza de Toros, pero los ambulantes se pueden reubicar en ferias destinadas a la misma celebración de la ciudad, y si los restaurantes hubieran realmente perdido tanto como dicen, es más que seguro que hubieran buscado otra locación en la ciudad, cosa que no ha pasado.

‘También zémoz ezpañolez’. O sea… Cierta clase quiteña vive empeñada en demostrar que es más ‘de allá’ que ‘de acá’. Y tal vez lo sean, no se sabe. El caso es que bastaría con recordar qué clase de gente vino de España a conquistar el mundo, al menos en los primeros años de la invasión, para no desear pertenecer ni de lejos a ese privilegiado grupo. Así como también es preciso recordar que Quito no fue precisamente una de las ciudades más valoradas en aquel tiempo. Más bien se trata de esa tendencia tan natural de ciertas clases medias ecuatorianas en general y quiteñas en particular en demostrar que sí, somos ecuatorianos, pero no es culpa nuestra, y dentro de lo que cabe somos lo menos ecuatorianos posible.

Si desaparecen las corridas de toros se extinguirían los toros de lidia. Es posible. Tal vez alguien los hizo ‘aparecer’ algún rato en favor de sus intereses. Sin caer en especismos o animalismos radicales, esa idea de que la raza humana es la dueña del planeta nos tiene en este mismo momento casi casi en el punto de no retorno de la destrucción ambiental. Tal vez es bueno que revisemos nuestra arrogante postura de dueños de la tierra y señores de todo lo creado. Y sobre todo, parafraseando a un histórico clérigo ecuatoriano: “Si ha llegado la hora de que el toro de lidia desaparezca, que desaparezca…”, porque más aberrante que la misma tortura de un mamífero superior con sistema nervioso avanzado, capaz de sentir dolor y de sufrirlo, es crear y mantener la existencia de un mamífero superior con sistema nervioso avanzado para poder seguirlo torturando y deleitándose con ello.

‘Correa nos quitó los toros’. Esta es patética y no merecería mayor comentario. O tal vez sí, porque como en todo lo demás, la clase de los dueños del país basó toda su oposición en la victimización y el odio, y la falsedad de tal afirmación se caería de su peso, pues no resiste el menor análisis. Sin embargo, como en muchos otros aspectos de la vida nacional y de los logros de la década pasada, ahora que a fuerza de traición y mentira se pretende acabar con lo actuado, también el sector taurino regresa por sus fueros, igual que el resto: arrogantes, rabiosos, blandiendo sinrazones y mentiras a mansalva, sin saber que el mundo es redondo, y rueda, y que no hay maldad que no se pague ni mentira que no se descubra, por largo que sea el tiempo de la espera.

Ojalá que ese gran sector de la población quiteña que votó a favor de la vida, de la compasión y del desarrollo de una consciencia planetaria amplia y solidaria sepa defender esta conquista que no es nuestra, sino de una mentalidad avanzada y de la naturaleza misma, y no se deje seducir por los arteros argumentos de unos cuantos que serían capaces de alquilar a su madre si de aquello dependiera algún tipo de ganancia monetaria.

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