Si la crítica viene desde el punto de vista de la perfección falla en comprender la naturaleza de la lucha de clase.
Roxanne Dunbar-Ortiz, Ana Maldonado, Pilar Troya Fernández y Vijay Prashad* Brasil de Fato | São Paulo,21 de noviembre de 2019 19:59
Las revoluciones no ocurren de repente, ni transforman inmediatamente una sociedad. Una revolución es un proceso, que se mueve a diferentes velocidades y cuyo ritmo puede cambiar rápidamente si el motor de la historia se acelera debido a la intensificación de los conflictos de clase. Pero, la mayor parte del tiempo, se congela la construcción del impulso revolucionario y el intento de transformar un estado y una sociedad puede ser aún más lento.
León Trotsky en su exilio en Turquía en 1930 escribió el estudio más notable sobre la Revolución Rusa. Habían pasado trece años desde que el imperio zarista había sido derrocado. Pero la revolución ya estaba siendo despreciada, incluso por personas de izquierda. El “capitalismo” escribió Trotsky en la conclusión de ese libro “necesitó cien años para elevar la ciencia y la tecnología a las alturas y hundir a la humanidad en un infierno de guerras y crisis. Al socialismo sus enemigos solo le permiten quince años para crear y decorar un paraíso terrenal. No asumimos ninguna obligación de ese estilo. Jamás establecimos esos plazos. Este proceso de vasta transformación debe ser medido en una escala adecuada”.
Cuando Hugo Chávez ganó las elecciones por primera vez en Venezuela (diciembre de 1998) y cuando Evo Morales Ayma ganó las elecciones en Bolivia (diciembre de 2005), sus críticos en la izquierda en Norteamérica y en Europa no dieron a sus gobiernos tiempo para respirar. Algunos profesores de izquierda comenzaron inmediatamente a criticar a estos gobiernos por sus limitaciones e incluso sus fracasos. Esta actitud fue políticamente limitada – no hubo solidaridad con estos intentos; pero también fue intelectualmente limitada, no tenían noción de las profundas dificultades para un experimento socialista en países del Tercer Mundo calcificados por jerarquías sociales y sin recursos financieros.
El ritmo de la revolución
Dos años después de la Revolución Rusa, Lenin escribió que la recién creada URSS no era un “talismán milagroso”, ni tampoco “allana el camino al socialismo. Da a los que antes estaban oprimidos la oportunidad de enderezar sus espaldas y de tomar en sus manos, cada vez en mayor medida, todo el gobierno del país, toda la administración de la economía, toda la gestión de la producción.”
Pero incluso eso – todo esto y todo aquello – no iba a ser fácil. Como Lenin escribió es, “una larga, difícil y pertinaz lucha de clases, que, después del derrocamiento del dominio capitalista, después de la destrucción del Estado burgués…. no desaparece… sino que simplemente cambia sus formas y en muchos aspectos se vuelve más feroz”. Este fue el juicio de Lenin después de la toma del Estado zarista y después de que el gobierno socialista había comenzado a consolidar su poder. Alexandra Kollontai escribió (por ejemplo, en El amor de las abejas obreras) sobre las luchas para construir el socialismo, los conflictos dentro del socialismo para alcanzar sus objetivos. Nada es automático, todo es una lucha.
Lenin y Kollontai argumentaron que la lucha de clases no se suspende cuando un gobierno revolucionario se toma el Estado; de hecho, es “más feroz”, la oposición se intensifica, porque hay mucho en juego y el momento es peligroso porque la oposición – es decir la burguesía y la vieja aristocracia – tienen al imperialismo de su lado. Winston Churchill dijo: “el bolchevismo debe ser estrangulado en su cuna” y entonces los ejércitos occidentales se unieron al Ejército Blanco en un ataque militar casi fatal contra la República Soviética. Este ataque se produjo desde los últimos días de 1917 hasta 1923, seis años completos de ataque militar sostenido.
Ni en Venezuela ni en Bolivia, ni en ninguno de los países que giraron hacia la izquierda en los últimos 20 años, se ha trascendido totalmente el estado burgués ni se ha derrocado el capitalismo. Los procesos revolucionarios en estos países tuvieron que crear gradualmente instituciones de y para la clase trabajadora junto con la continuidad del dominio capitalista. Estas instituciones reflejan el surgimiento de una forma-Estado única basada en la democracia participativa; expresiones de ello son, entre otras, las Misiones Sociales. Cualquier intento de trascender completamente el capitalismo se vio constreñido por el poder de la burguesía, que no se desbarató con las repetidas elecciones y que ahora es fuente de la contrarrevolución; – y se vio restringido por el poder del imperialismo – que ha tenido éxito, por el momento, en un golpe de Estado en Bolivia y que amenaza a diario con un golpe de Estado en Venezuela.
Nadie, en 1998 o en 2005, sugirió que lo que sucedió en Venezuela o en Bolivia fue una “revolución” como la Revolución Rusa; las victorias electorales fueron parte de un proceso revolucionario. Como primer acto de su gobierno, Chávez anunció un proceso constituyente para la refundación de la República. De forma similar, Evo afirmó en 2006 que el Movimiento al Socialismo (MAS) había sido elegido para gobernar, pero que no había tomado el poder; solo más tarde se lanzó un proceso constituyente que en sí mismo fue una larga jornada. Venezuela entró en un “proceso revolucionario” extendido mientras que Bolivia comenzó un “proceso de cambio”, o – como ellos lo llamaban simplemente – “el proceso”, que incluso ahora – después del golpe – está en curso. Sin embargo, tanto Venezuela como Bolivia experimentaron la embestida completa de una “guerra híbrida”, desde el sabotaje a la infraestructura física hasta el sabotaje de su capacidad de recaudar fondos en los mercados de capitales.
Lenin sugirió que después de capturar el Estado y desmantelar la propiedad capitalista, el proceso revolucionario en la nueva república de los soviets fue difícil, la pertinaz lucha de clases seguía viva y bien, imaginen entonces cuanto más difícil es la pertinaz lucha en Venezuela y Bolivia.
Revoluciones en el reino de la necesidad
Imaginen, una vez más, lo difícil que es construir una sociedad socialista en un país en el cual, a pesar de su riqueza en recursos naturales, sigue habiendo una gran pobreza y una gran desigualdad. Más profundo aún está también la realidad cultural que han padecido grandes sectores de la población que han luchado contra siglos de humillación social. Sorprende poco que en estos países, las personas más oprimidas entre los trabajadores agrícolas, mineros, y la clase trabajadora urbana provengan de comunidades indígenas o de comunidades afrodescendientes. El peso aplastante de la indignidad combinado con la falta de recursos de fácil acceso hace que los procesos revolucionarios “en el reino de la necesidad” sean aún más difíciles.
En sus Manuscritos económicos y filosóficos de 1844, Marx hace una distinción entre el “reino de la libertad” donde “cesa el trabajo determinado por la necesidad y las consideraciones mundanas” y el “reino de la necesidad” donde no se satisfacen en lo absoluto las necesidades físicas. Una larga historia de dominación colonial y de saqueo imperialista luego han extraído gran parte de las riquezas del planeta y han hecho que algunas regiones, principalmente en África, América Latina y Asia parezcan estar permanentemente en el “reino de la necesidad”. Cuando Chávez ganó por primera vez las elecciones en Venezuela, la tasa de pobreza estaba en un increíble 23,4%; en Bolivia, cuando Morales ganó por primera vez, la tasa de pobreza era de un asombroso 38,2%. Lo que muestran estas cifras no es solo la pobreza absoluta de grandes sectores de la población, sino que llevan en su interior historias de humillación e indignidad social que no pueden convertirse en simples estadísticas.
Las revoluciones y los procesos revolucionarios parecen haber estado más arraigados en el “reino de la necesidad” en la Rusia zarista, en China, Cuba, Vietnam, que en el “reino de la libertad” – Europa y los Estados Unidos. Estas revoluciones y procesos revolucionarios – como los de Venezuela y Bolivia – se hacen en lugares que simplemente no tienen acumulaciones de riqueza que puedan ser socializadas. La burguesía de estas sociedades o bien huye con su dinero en el momento de la revolución o del cambio revolucionario, o bien permanecen allí, pero mantienen su dinero en paraísos fiscales o en lugares como Nueva York y Londres. El nuevo gobierno no puede acceder fácilmente a este dinero, fruto del trabajo del pueblo, sin incurrir en la ira del imperialismo. Miren cuan rápidamente los Estados Unidos se organizaron para que el Banco de Londres confisque el oro de Venezuela y para que el gobierno estadounidense congele las cuentas bancarias de los gobiernos de Irán y Venezuela y vean cuán rápidamente se agotaron las inversiones cuando Venezuela, Ecuador, Nicaragua y Bolivia se negaron a acatar los mecanismos de arbitraje de diferencias inversor-Estado del Banco Mundial.
Tanto Chávez como Morales trataron de hacerse cargo de los recursos en sus países, un acto tratado como abominación por el imperialismo. Ambos enfrentaron reprimendas y la acusación de que eran “dictadores” porque querían renegociar acuerdos realizados por gobiernos anteriores para la extracción de materias primas. No necesitaban este capital para engrandecimiento propio – nadie los puede acusar de corrupción personal – sino para construir la capacidad económica, social y cultural de sus pueblos.
Cada día sigue siendo una lucha para los procesos revolucionarios en el “reino de la necesidad”. El mejor ejemplo de esto es Cuba, cuyo gobierno revolucionario ha tenido que luchar desde el comienzo contra un embargo aplastante y contra amenazas de asesinatos y golpes.
Revoluciones de mujeres
Se admite – porque sería una tontería negarlo – que las mujeres están en el centro de las protestas en contra el golpe y por la restauración del gobierno de Morales en Bolivia; también en Venezuela, la mayoría de las personas que salen a las calles para defender la Revolución Bolivariana son mujeres. Puede que la mayoría de estas mujeres no sean masistas ni chavistas, pero con certeza entienden que estos procesos revolucionarios son feministas, socialistas y contra la indignidad impuesta a los pueblos indígenas y a los afrodescendientes.
Países como Venezuela, Bolivia, Ecuador y Argentina enfrentaron una inmensa presión del FMI durante las décadas de 1980 y 1990 para hacer grandes recortes al gasto público en salud, educación y atención de la tercera edad. El quiebre de esos sistemas cruciales de apoyo social supone una carga adicional para la “economía del cuidado” que, por razones patriarcales, es mantenida en gran medida por las mujeres. Si la “mano invisible” no cuidaba a las personas, el “corazón invisible” tenía que hacerlo. Fue esa experiencia de los recortes en la economía de cuidado la que profundizó la radicalización de las mujeres en nuestras sociedades. Su feminismo surgió de sus experiencias con el patriarcado y de las políticas de ajuste estructural. La tendencia del capitalismo a aprovechar la violencia y las privaciones aceleró el tránsito del feminismo de las trabajadoras y las indígenas directamente a los proyectos socialistas de Chávez y Morales. A medida que la marea neoliberal continúa asolando el mundo y sumerge a las sociedades en la ansiedad y el dolor, son las mujeres las más activas en la lucha por un mundo diferente.
Morales y Chávez son hombres, pero en el proceso revolucionario han venido/llegado a simbolizar una realidad diferente para toda la sociedad. En diferentes grados, sus gobiernos se han comprometido con una plataforma que aborda tanto la cultura del patriarcado como las políticas de recortes sociales que tanto agobian a las mujeres en su tarea de mantener unida a la sociedad. Los procesos revolucionarios en Latinoamérica por lo tanto, deben ser entendidos como profundamente conscientes de la importancia de poner a las mujeres, a los pueblos indígenas y a los afrodescendientes en el centro de la lucha. Nadie niega que estos gobiernos cometieron cientos de errores, errores de juicio que retrasan la lucha contra el patriarcado y el racismo; pero son errores que se pueden rectificar, no características estructurales del proceso revolucionario. Esto es algo profundamente reconocido por las mujeres afro e indígenas en estos países, la prueba de este reconocimiento no está en este o aquel artículo que han escrito, sino en su presencia activa y enérgica en las calles.
Como parte del proceso revolucionario en Venezuela, las mujeres han sido esenciales para reconstruir las estructuras sociales erosionadas por décadas de austeridad capitalista. Su trabajo ha sido fundamental para el desarrollo del poder popular y para la creación de democracia participativa. El 64% de las vocerías de las 3.186 comunas está en manos de mujeres, así como la mayoría de los liderazgos de los 48.160 consejos comunales y el 65% de la dirigencia de los Comités Locales de Abastecimiento y Producción. Las mujeres no exigen solamente igualdad en el lugar de trabajo sino también en el ámbito social, donde las comunas son los átomos del socialismo bolivariano. Las mujeres en el ámbito social han luchado para construir la posibilidad de autogobierno, construyendo un poder dual y, por lo tanto, erosionando lentamente la forma-estado liberal. Contra el capitalismo de la austeridad, las mujeres han mostrado su creatividad, su fuerza y su solidaridad no solo contra las políticas neoliberales y las guerras híbridas, sino también a favor del experimento socialista.
Democracia y socialismo
Las corrientes intelectuales de izquierda se han visto muy golpeadas en el período posterior a la caída de la URSS. El marxismo y el materialismo dialéctico han perdido considerable credibilidad no solo en Occidente sino en gran parte del mundo; los estudios poscoloniales y subalternos, – variantes del posestructuralismo y del posmodernismo – han florecido en los círculos intelectuales y académicos. Uno de los temas principales de esta veta de pensamiento ha sido argumentar que el “Estado” era obsoleto en cuanto vehículo para la transformación social y que la “sociedad civil” era la salvación. Una combinación de postmarxismo y teorías anarquistas adoptaron esta línea argumental para despreciar cualquier experimento de socialismo a través del poder estatal. El Estado era visto como un mero instrumento del capitalismo, más que como un instrumento para la lucha de clases. Pero si el pueblo se retira de la contienda por el Estado, entonces este servirá sin desafíos a la oligarquía y profundizará las desigualdades y la discriminación.
Privilegiar la idea de “movimientos sociales” por encima de los movimientos políticos refleja la desilusión con el período heroico de liberación nacional, incluidos los movimientos de liberación de los pueblos indígenas. También descarta la historia real de las organizaciones populares en su relación con los movimientos políticos que han ganado el poder estatal. En 1977, después de una lucha considerable, las organizaciones indígenas obligaron a Naciones Unidas a comenzar un proyecto para acabar con la discriminación contra la población indígena en las Américas. El Consejo Indio de Sudamérica, con sede en La Paz, fue una de esas organizaciones, que trabajó en estrecha colaboración con el Consejo Mundial de la Paz, la Liga Internacional de Mujeres por la Paz y la Libertad, así como con varios movimientos de liberación nacional (Congreso Nacional Africano, Organización Popular de África Sudoccidental y Organización para la Liberación de Palestina). Fue a partir de esta unidad y esta lucha que la ONU estableció el Grupo de Trabajo sobre Pueblos Indígenas en 1981 y que declaró 1993 como el Año Internacional de los Pueblos Indígenas de la ONU. En 2007, Evo Morales encabezó el movimiento para que la ONU aprobara una Declaración sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas. Este fue un ejemplo muy claro de la importancia de la unidad y la lucha entre los movimientos populares y Estados fraternos. Si no fuera por las luchas de los movimientos populares entre 1977 y 2007 – ayudados y estimulados por Estados fraternos – y si no fuera por el gobierno boliviano en 2007, esta Declaración, que tiene inmensa importancia para llevar adelante la lucha, no habría sido aprobada.
Las y los intelectuales indígenas de las Américas han comprendido la complejidad de la política a partir de estas luchas, que la autodeterminación indígena proviene de una lucha tanto en el Estado como en la sociedad para superar el poder burgués y colonizador, así como para encontrar instrumentos que preparen la transición al socialismo. Entre estas formas, reconocidas hace casi un siglo por el peruano José Carlos Mariátegui y la ecuatoriana Nela Martínez, está la comuna.
Las revoluciones en Bolivia y Venezuela no solo han afilado políticamente las relaciones entre mujeres y hombres, entre comunidades indígenas y no indígenas, sino que también han desafiado la comprensión de la democracia y del propio socialismo. Estos procesos revolucionarios no solo han tenido que funcionar dentro de las reglas de la democracia liberal, sino que al mismo tiempo han debido construir un nuevo marco institucional a través de las comunas y otras formas. Fue ganando las elecciones y haciéndose cargo de las instituciones del Estado que la revolución bolivariana pudo dirigir sus recursos hacia un aumento del gasto social (en salud, educación, vivienda) y hacia un ataque directo contra el patriarcado y el racismo. El poder del Estado, en manos de la izquierda, fue utilizado para construir estos nuevos marcos institucionales que extienden el Estado y van más allá de él. La existencia de estas dos formas: instituciones democráticas liberales e instituciones socialistas feministas, ha hecho estallar el prejuicio de la “igualdad liberal” ficticia. La democracia, reducida al acto de votar, obliga a los individuos a creer que son ciudadanos con el mismo poder que cualquier otro ciudadano, independientemente de sus posiciones socioeconómicas, políticas y culturales. El proceso revolucionario desafía este mito liberal, pero aún no ha logrado superarlo, como se puede ver tanto en Bolivia como en Venezuela. Se trata de una lucha por crear nuevo consenso cultural en torno a la democracia socialista, una democracia que no está basada en un “voto equivalente” sino en una experiencia tangible de construcción de una nueva sociedad.
Una de las dinámicas clásicas en un gobierno de izquierda es que toma para sí la agenda de muchos movimientos y organizaciones populares. Al mismo tiempo, muchos de los integrantes de esos movimientos, así como de varias ONG, se unen al gobierno, aportando diversas habilidades y poniéndolas en práctica dentro de las complejas instituciones de gobierno modernas. Esto tiene un impacto contradictorio: satisface las demandas populares, pero al mismo tiempo tiende a debilitar las organizaciones independientes de diversa índole. Esto forma parte del proceso de tener un gobierno de izquierda en el poder, ya sea en Asia o en Sudamérica. Aquellos que quieren permanecer independientes del gobierno luchan por permanecer relevantes; a menudo se convierten en críticos amargos del gobierno, y sus críticas son frecuentemente utilizadas por las fuerzas imperialistas para fines que son ajenos incluso para ellos.
El mito liberal busca hablar en nombre del pueblo, ocultar los verdaderos intereses y aspiraciones del pueblo, en particular de las mujeres, las comunidades indígenas y afrodescendientes. La izquierda al interior de las experiencias de Bolivia y Venezuela ha buscado desarrollar el dominio colectivo del pueblo en una lucha de clases contenciosa. Una posición que ataca la idea misma del Estado como opresora no ve como el Estado en Bolivia y en Venezuela trata de utilizar su autoridad para construir instituciones de poder dual para crear una nueva síntesis política, con las mujeres al frente.
Consejos revolucionarios sin experiencia revolucionaria
No es fácil hacer revoluciones. Están llenas de retiradas y errores porque son hechas por personas con defectos y cuyos partidos políticos siempre tienen que aprender a aprender. Su maestra es la experiencia, junto con las personas que – de entre quienes las hacen – tienen la formación y el tiempo para elaborar esas experiencias como lecciones. No hay revolución sin sus propios mecanismos de autocorrección, sus propias voces de disenso. Pero eso no significa que un proceso revolucionario deba ser sordo a otras críticas, debe acogerlas.
Las críticas son siempre bienvenidas, pero ¿de qué forma llegan? Hay dos formas típicas de las críticas de «izquierda» que desprecian las revoluciones en nombre de la pureza
- Si la crítica viene desde el punto de vista de la perfección, entonces su nivel no solo es demasiado alto, sino que también falla en comprender la naturaleza de la lucha de clases, que debe lidiar con el poder consolidado, heredado de generación en generación.
- Si la crítica asume que todos los proyectos que disputan el campo electoral traicionarán la revolución, entonces hay poca comprensión de la dimensión de masas de los proyectos electorales y de los experimentos de poder dual. El pesimismo revolucionario detiene la posibilidad de acción. No se puede tener éxito sin permitirse fallar y volver a intentarlo. La crítica desde este punto de vista solo proporciona desesperación.
La “lucha de clases pertinaz” dentro del proceso revolucionario debe lograr, en alguien que no forma parte de este, que simpatice no con esta o aquella política de un gobierno, sino con la dificultad y la necesidad del proceso en sí.
*Roxanne Dunbar-Ortiz es una activista de larga data, profesora universitaria y escritora. Además de numerosos libros y artículos académicos, ha escrito tres memorias históricas, Red Dirt: Growing Up Okie (Verso, 1997), Outlaw Woman: Memoir of the War Years, 1960-1975 (City Lights, 2002), y Blood on the Border: A Memoir of the Contra War (South End Press, 2005) sobre la guerra contra los sandinistas en los años 80; y recientemente (2015) publicó An Indigenous People’s History of the United States.
Ana Maldonado es militante del Frente Francisco de Miranda (Venezuela).
Pilar Troya Fernández trabaja en la oficina interregional del Instituto Tricontinental de Investigación Social.
Vijay Prashad es un historiador, editor y periodista indio. Es escritor y corresponsal principal de Globetrotter, un proyecto del Independent Media Institute. Es el editor jefe de LeftWord Books y director de Tricontinental: Institute for Social Research. Ha escrito más de veinte libros, incluyendo The Darker Nations: A People’s History of the Third World (The New Press, 2007), The Poorer Nations: A Possible History of the Global South (Verso, 2013), The Death of the Nation and the Future of the Arab Revolution (University of California Press, 2016) y Red Star Over the Third World (LeftWord, 2017). Escribe regularmente para Frontline, the Hindu, Newsclick, AlterNet y BirGün.
Tomado de: Brasil de Fato