En su libro “La expulsión de lo distinto” (2016), el filósofo coreano Byung-Chul Han propone ver a la sociedad contemporánea como un espacio en el que ya no existe lo distinto. No porque materialmente hayamos llegado a superar las diferencias económicas, sociales o culturales, sino porque psicológica y simbólicamente lo distinto es negado, expulsado: desaparece de la voluntad. La aspiración colectiva es aspirar todos al mismo modelo de individuo, con los mismos parámetros de belleza, de felicidad y de consumo.
Todos, no importa si somos de Achacachi o de Seúl, aspiramos a tener la vida de la familia Park, a ser como los Park: elegantes, bellos, refinados, amables, compuestos, ricos. El modelo de familia ideal que los Park representan es para los espectadores bolivianos identificable, comprensible y deseable sin necesidad de subtítulos o de traducción del coreano.
Todos, bolivianos, coreanos o gringos, vivimos en un mundo en que el distinto ha sido expulsado. Nuestras aspiraciones, deseos y modelos de conducta y belleza son los mismos, no difieren, sin importar nuestra nacionalidad, cultura o nivel económico.
Para la familia Kim, habitantes pobres de un semisótano en Seúl, expulsar lo distinto significa transformarse a sí mismos, porque ellos son lo distinto —en relación al modelo al que aspiran parecerse. Significa ser, más que parásitos, infiltrados: negar su otredad, asumir identidades por encima del subsuelo en el que, por definición, se encuentran.
Para subir a un nivel mayor en la escalera social, no hasta el piso superior que los Park habitan, pero por lo menos al nivel del suelo, encima de su semisótano, deben disfrazarse, mentir, complotar.
Y, ¿contra quién complotan los Kim? No contra los Park. Complotan contra otros “parásitos” que, como ellos, viven debajo de los Park: el chofer de los Park, la ama de llaves de los Park y su esposo.
En el capitalismo tardío contemporáneo, la expulsión de lo distinto cumple una función analgésica, pero no curativa. La lucha de clases no se da entre los ricos y los pobres, como en el capitalismo clásico. La lucha se da entre los pobres y los más pobres, entre los que habitan el semisótano y los que están todavía más abajo, en el sótano de la sociedad y de las oportunidades. La lucha no es para subvertir el orden ni para defenestrar a quien detenta privilegios por encima de uno (a costa de uno, como diría el marxismo clásico), sino para disputarse la posibilidad de servir a los que están en la cúspide de la pirámide.
El enemigo no es el que habita la cúspide, no es contra él que se dirige la violencia: es contra quien, desde abajo, amenaza nuestro status, unos peldaños por encima en la escalera. Hacia los de arriba lo que hay es admiración, deferencia, genuflexión: RESPECT! —como repite el esposo de la ama de llaves mientras ilumina el camino de Park a golpes de cabeza.
¿Por qué los personajes de la historia no ven a los Park con rencor y envidia, como a los verdaderos parásitos que se benefician del trabajo ajeno, de la plusvalía que genera el proletariado?
Por la expulsión de lo distinto. Nadie quiere ser el distinto, el que no se parece al modelo. No queremos auto-identificarnos con el proletario: nos definimos como aspirantes a burgueses. No somos subdesarrollados: estamos en vías de desarrollo. No somos, de ninguna manera, pobres: somos ricos en potencia.
Desde el punto de vista reverso, los Park también han expulsado lo distinto de su vida, tanto material como metafóricamente. Han trazado a su alrededor de su vida perfecta una línea más sólida que un muro de concreto. Una línea que los aísla de las necesidades, los olores y las vulgaridades de lo distinto. El Sr. Park lo dice claramente: nadie en su servidumbre debe pasarse de esa línea, salirse de su lugar, invadir el espacio reservado al patrón.
Pero el olor de lo distinto se cuela por los muros más sólidos, se rehúsa a ser expulsado, invade la plácida y voluntaria ignorancia de los Park. El olor, que es el olor de los distintos, los que habitan abajo, se cuela a pesar de todos los esfuerzos y genera en los Park un malestar: les recuerda continuamente que, desde el punto de vista de los de arriba, expulsar al distinto es casi imposible. Porque si expulsas totalmente al distinto, ¿quién maneja tu auto?, ¿quién se encarga de tus hijos?, ¿quién te hace la comida?, ¿quién te lleva los bultos?, ¿quién, en fin, reafirma que estás efectivamente arriba?
Así, para los que están arriba expulsar lo distinto implica alejarlo, crear un círculo cerrado que nos proteja, que nos aísle a nosotros, los que somos “parecidos al modelo ideal”, de los que son distintos a ese modelo: los que no cumplen con los estándares de blancura, educación, refinamiento, belleza, inteligencia o contactos para ser parte de nuestro grupo. Si no fuera porque los necesitamos para que corten el pasto, cocinen el chairo y atiendan nuestros negocios, quizás nos animaríamos a eliminarlos por completo. Podemos convivir con ellos mientras “conozcan su lugar” y no pasen la línea que los separa de nosotros, mientras vivan en El Alto o en las laderas, mientras no vengan a nuestros cafés ni entren al Mega, mientras no se imaginen que pueden competir con nosotros en licitaciones o en pegas, mientras (¡qué horror!) no se atrevan a querer gobernarnos.
Para los que están abajo, en cambio, expulsar lo distinto consiste en expulsar de uno mismo todo lo que, a los ojos del modelo ideal, nos hace distintos. Nos convierte en Otro. Se trata de aspirar al standard de blancura, de modales, de belleza, de consumo, de educación y de ingresos que tiene el patrón. Se trata de rechazar, esconder y disfrazar al Otro que somos, y a todo aquello que nos ata al origen de nuestro “ser distinto”. Por eso nos aplicamos cremas blanqueadoras, nos teñimos de rubio, quemamos la wiphala y golpeamos a la mujer de pollera. Por eso no nos auto-identificamos como indígenas: somos clase media. Y el enemigo no es el patrón que nos humilla y explota, sino el arribista: el que sin haber estudiado en colegio privado como yo, compite conmigo por el puesto de trabajo. El enemigo es el que está unos peldaños por debajo mío y por tanto amenaza mi lugar, ese lugar que con tantas humillaciones he alcanzado. Si se da la situación que me toque elegir, me voy a aliar al patrón: voy a defender sus privilegios, voy a repetir sus consignas, voy a odiar junto a él a las hordas de vándalos y salvajes que amenazan “nuestra” forma civilizada de vida.
La expulsión de lo distinto opera así como un analgésico: me permite olvidar mis síntomas, dolores y olores, creer que estoy sano y me parezco al modelo, o mis hijos llegarán a parecerse por lo menos. Así, el capitalismo tardío ha domado el peligro que gestan las desigualdades. Ya no hay desigualdades. Somos todos iguales, eventualmente llegaremos al segundo piso, si nos esforzamos lo suficiente. La falacia meritocrática, el racismo hacia uno mismo, la idealización del rico, el sueño americano, la esperanza… la maldita esperanza que nos impide ver nuestro verdadero lugar en la escalera.
En la película Parásitos, el padre de la familia Kim es el que casi siempre está a punto de cruzar la línea prohibida, salirse de su lugar demarcado y así perder el privilegio de servir al patrón y pagarle respeto. Hasta que la gota rebalsa el vaso.
Hasta que se opera una ruptura, hasta que reconoce al distinto como es —un interlocutor y no un modelo. Para reconocer al Otro debemos primero aceptarnos a nosotros mismos, nuestro olor, nuestra posición, nuestras aspiraciones reales, nuestra dignidad y nuestros límites. Cuando hemos reconocido eso, dejamos de aspirar y comenzamos a ser; abrimos la posibilidad de sacudirnos de la humillación y de la reverencia al distinto. Y podemos, sin miedo, clavarle un cuchillo en el pecho.
*Es cineasta. Ph.D. en Teoría del Cine, M.Phil. en Guionización, Cineteleasta graduada de la Escuela Internacional de Cine y TV de San Antonio de los Baños (Cuba). Fue Productora y Guionista del largometraje boliviano Di Buen Día a Papá, y de varios otros documentales y mediometrajes bolivianos.
Fuente: Hemisferio Izquierdo