Por Romel Jurado Vargas
Solamente en regímenes fascistas y dictaduras militares se había visto lanzar perros para atacar a los ciudadanos o a los prisioneros en campos de concentración. Esta bestial forma de represión e intimidación, reeditada en las calles del centro histórico de Quito por miembros de la Policía Nacional el pasado 11 de agosto de 2021, degrada a los más brutales niveles del sadismo de Estado a las personas e instituciones que ejecutaron estos actos, así como a los autores intelectuales queordenaron realizarlos.
Las circunstancias de este ataque policial a los ciudadanos, hacen inevitable recordar esa gran obra de Mario Benedetti “Pedro y el capitán”. A la que este maestro de la literaturauniversal definió “como una indagación dramática de la psicología del torturador”, pues sin duda cabe preguntarse ¿qué pasa después de que este ser humano de carne y hueso, que es el policía de calle, se sube al camión que lo regresa a su cuartel, deja en su jaula al perro que hace un momento usó como arma de daño e intimidación, se despoja del casco y del exoesqueleto de fibra que lo protege, deja su armamento de dotación, se quita el uniforme, se lava el sudor e intenta deshacerse del olor a sangre, a perro y a bomba lacrimógena, que llega desde cada uno de sus propios poros?
Seguramente, después de hacer todo eso, llega a una humilde casa ubicada en cualquier barrio de las periferias de la ciudad, saluda a los vecinos que son maestros, taxistas, comerciantes, amas de casa, periodistas, funcionarios públicos, que le reciben con una sonrisa y un ¡buenas noches veci!
Seguramente, este policía, este ser enorme y violento de hace unas horas, se transforma en la puerta misma de su hogar en un ser tierno y cariñoso que abraza a sus hijos, que le recibencontentos y le piden la bendición; le da un beso a la esposa y le pregunta, cómo estuvo su día de trabajo.
Seguramente, esa noche el policía piensa, a qué colegio fiscal podrá ir su hija mayor, y sueña con que sea licenciada, abogada, médica o científica, y al mismo tiempo siente miedo de que cualquiera de sus hijos vaya a una manifestación pública cuando sea estudiante o aun cuando sea un adulto.
Ningún otro libro, como la historia de “Pedro y el Capitán”, puede hacernos sentir la miserable condición psicológica de quien tiene que lastimar a otros seres humanos para llevar el pan a su hogar, y dejarnos saber que, torturado y torturador, que represor y víctima, son presas de un poder mayor. Un poder perfumado y elegante, que se intuye, aunque no se vea. Un poder articulado por finas manos que mandan golpear, torturar, neutralizar, pero que no toleran oler el sudor del policía de calle, ni la sangre de la víctima mordida por el perro, pisoteada por el caballo o la moto, o apaleada y rota por el tolete.
Posiblemente los policías que, obedeciendo órdenes inconstitucionales, echaron perros sobre la humanidad de periodistas que cubrían la protesta y de maestros de escuela que la protagonizaban, creen que su conducta está justificada y protegida por las autoridades civiles y policiales que les dieron la orden. Pero no hay nada más lejano a la realidad que esa ilusa creencia, ni hay nada más opuesto al Estado de Derecho y la vigencia de los derechos humanos que promover el uso irracional de la fuerza desde las filas militares y policiales contra los ciudadanos, tal como lo estableció la Comisión de la Verdad,presidida por el Dr. Julio César Trujillo, en 2010.
En efecto, en el Tomo II del Informe de la Comisión de la Verdad se documentó ampliamente, como el propio Presidentede la República y otras altas autoridades civiles, policiales y militares estimulaban y promovían la represión realizada por las fuerzas de seguridad del Estado, haciendo creer a los subordinados que nadie conocería sus identidades, ni sus terroríficas conductas, ni se juzgarían sus actos.
Sin embargo, en ese mismo Tomo II del Informe de la Comisión de la Verdad se detalla con nombre propio cuáles eran los policías y militares que formaban parte de los grupos y unidades que fueron responsables de las graves violaciones de derechos humanos, que a su vez motivaron el inicio de varios procesos penales que están en curso y de otros que tiene pendientes de iniciar la Fiscalía del Estado.
Pero más allá de las consecuencias judiciales y de la mancha perpetua que quedará en el nombre de los policías y militares que perpetraron esas violaciones de derechos humanos, cabe preguntarse ¿por qué una institución que debe procurar su legitimidad democrática como la Policía Nacional, permite que unos cuantos miembros de la misma pongan en tela de duda la valía, la honra, el profesionalismo y el respeto a los derechos humanos que la gran mayoría de miembros de esta institución sí tienen?
Porque, todo hay que decirlo, puedo dar fe que tanto en las jerarquías superiores de la oficialidad como de la tropa conozco a hombres y mujeres que son verdaderos patriotas, demócratas convencidos y buenos seres humanos, como lo son la inmensa mayoría de sus subordinados.
La respuesta puede ser que, algunos oficiales que han sido designados por el poder civil para desempeñar altos cargos en su institución, se sientan obligados a ceder a sus pretensiones más obscenas respecto de la represión a los ciudadanos solo para conservar sus cargos, en lugar de honrar su rango y su uniforme, negándose a la infame idea de reprimir al pueblo echándole perros bravos encima. Como dice la canción, hay “manos duras que matan, manos finas que mandan matar”.