Por Romel Jurado Vargas

Al igual que otros tantos defensores de derechos humanos, he interpelado en muchos de mis artículos al poder ilegítimo, al poder arbitrario, al poder brutal; y, para hacerlo, he recurrido a explicaciones sociológicas, jurídicas, políticas y hasta psicológicas sobre como se configura y se gestiona el poder que viola, que persigue, que golpea, que mata. Lo he hecho, en parte porque he creído que el dolor de las víctimas puede y debe movilizar la empatía de las personas que estamos en contra de esas injusticias. Sin embargo, hoy creo que es igual de necesario y útil para la pedagogía de los derechos humanos hablar de la bondad, y de la audacia con que esta encuentra formas de manifestarse en la defensa de esos derechos. 

Para empezar, debo decir que la definición más sencilla y potente de la bondad que he escuchado, provino de David Vega, un joven restaurador ecuatoriano. No me llegó de un filósofo consagrado, ni de un viejo y sabio profesor, que también pudo ser, pero no fue. La bondad es audaz, pensé, y se abre camino igual que la vida, por donde puede.

David dijo “No sé mucho de etimología, pero para mi la palabra bondad viene de dos voces: “bon” que en francés significa bueno; y “dad”, que en español es un mandato imperativo del verbo dar. Por lo tanto, bondad es dar lo bueno, y bondadoso es el que da lo bueno de sí mismo”.

La bondad es la esperanza en acto, es decir, son los actos humanos que nos dan esperanza, que nos infunden la feliz convicción de que, sin importar la adversidad o la arbitrariedad a la que intente someternos el poder, tenemos posibilidad de no doblegarnos y de responder con un portazo a sus amenazas, al tiempo de optar por la solidaridad, el respeto y el cuidado de nuestros semejantes. Son actos que nos hacen creer sinceramente en la idea de que el bien común es, a la vez, una ruta y un destino posible y deseable.

Desde esa perspectiva, la bondad audaz e infinita de Mamá Tránsito Amaguaña, de don Pedro Restrepo, de la Hermana Elsie Monge, de Monseñor Leonidas Proaño, de Ignacio López Vigil, de Dolores Cacuango, solo para citar algunas figuras conocidas que enseñan con el ejemplo, nos han mostrado que sí es posible, a pesar de los tiranos y las tiranías, invocar y practicar el amor al prójimo, la lucha por la justicia e incluso la alegría y la poesía.

Pero las enseñanzas de estas mentes bondadosas también han tenido un lado pragmático, por ejemplo, cuando plantean que no es lo mismo conocer las propiedades de las cosas que las posibilidades de las cosas.

En efecto, nos explicaron que las propiedades del agua son que puede encontrarse en los tres estados de la materia y que no tiene color, olor ni sabor. Pero que las posibilidades del agua son infinitas para la producción, sustento y reproducción de la vida en todas sus formas, que el agua puede crear belleza y dar placer, que el agua puede ser combustible y mover vehículos, en fin, que el agua puede ser prodigiosa si se la deja fluir, y más aún si la inteligencia humana la usa para hacer el bien, y ello depende de conocer y aprovechar las posibilidades del agua.

Así mismo sucede con las posibilidades de los derechos humanos, ya que no es suficiente conocer las propiedades morales del discurso de los derechos humanos, sino y sobre todo, es indispensable aprender a explotar las posibilidades éticas, políticas, jurídicas y prácticas que esos derechos tienen para neutralizar los abusos de los poderes públicos y privados, para humanizar a los violentos, para generar bienestar común, para alcanzar la libertad con justicia social; pero también para ponernos a salvo, o al menos alerta, respecto de la propaganda oficial, de la demagogia del individualismo, de las justificaciones para sacrificar los derechos en el altar del mercado, o de la caridad interesada que realmente busca evadir impuestos.

Esa es la audacia de la bondad en su versión laica y pragmática, y contrariamente a todos los que crean que practicarla es imposible en un mundo acosado por el edonismo individualista y la pasión por el consumo de objetos, debo decirles que hay muchas personas que trabajan cotidianamente en esas tareas solidarias, haciendo cosas buenas y potentes desde la organización popular, desde la participación ciudadana, desde la lucha política, desde la defensa de los derechos humanos, y esas personas consiguen importantes resultados, aunque estos no se puedan constatar siempre en el mediano o corto plazo, pero sí que se pueden verificar si miramos un poco hacia el pasado.

En efecto, es esa audaz bondad laica la mejor forma que tengo de explicar que hayan cambiado tanto, y para mejorar, situaciones tan duras que sucedían hace apenas 30 años: mujeres sin derechos y prejuzgadas; niños violentados de todas las formas posibles; ausencia de infraestructura sanitaria; el maltrato como norma en las instituciones públicas; el racismo bestial e impune; la falta de educación pública; la exclusión social; la explotación laboral e incluso sexual de los y las trabajadoras. Cierto es que todavía subsisten rescoldos de esos fuegos, pero ya no son las flamas que lo consumían todo.

Cierro agradeciendo a todas estas mujeres y hombres anónimos, que militan audazmente en la bondad que implica la realización de los derechos humanos en la vida cotidiana, para decirles que hemos recibido y gozado los frutos de ese esfuerzo y que, aunque por enésima vez nos enfrentamos a los intentos del poder para arrebatarnos o reducir muchos de estos derechos, sabremos resistir con la misma bondad audaz que recibimos de sus manos , cantando como lo hicieron ustedes a coro con Fito Páez y Mercedes Sosa: “Quién dice que todo está perdido, yo vengo ofrecer mi corazón”.

Por Editor