El espectro del autoritarismo de corte fascista se perfila cada vez con mayor nitidez, varias son sus expresiones.

A la angustia e incertidumbre de los últimos meses por los estragos de la pandemia, la pérdida de empleo e ingresos y la indolencia del gobierno, se suma un asunto todavía más preocupante: el espectro del autoritarismo de corte fascista que se perfila cada vez con mayor nitidez.

Son varias sus expresiones. Primero, el alto grado de concentración del poder y las decisiones en todas sus esferas. El partido de gobierno lo controla todo, desde las Fuerzas Militares hasta la Registraduría Nacional, pasando por los organismos de control. Tiene mayoría en el Congreso, pero torpedea su funcionamiento porque el debate no le sirve. La idea de reformar la justicia y acabar con las cortes tomó más fuerza desde la detención de su máximo jefe, lo mismo que la práctica de denigrar de la Corte Suprema.

La idea de reformar la justicia y acabar con las cortes tomó más fuerza desde la detención de su máximo jefe, lo mismo que la práctica de denigrar de la Corte Suprema

Segundo, la suspensión o eliminación del Estado de derecho y de las mínimas garantías democráticas. Duque aceptó retornar a las temibles épocas de la seguridad democrática de su mentor. Proliferan las amenazas. No les sirve el acuerdo de paz, la reforma rural ni la sustitución voluntaria de cultivos. Por eso la presencia militar en las regiones más golpeadas por el conflicto reemplaza la inversión social acordada.

Tercero, la manipulación de la verdad y el intento de esconder los hechos se acentúa. El discurso siempre es el mismo: los culpables son las disidencias de las Farc, el expresidente Santos, el acuerdo de paz y la oposición, en especial Petro; no hay sistematicidad en el asesinato de líderes/sas y excombatientes; las víctimas son responsables de su suerte; no hay masacres. Estorba también la memoria histórica y debe eliminarse. Casi todos los medios de comunicación, por convicción o por pauta, están plegados al discurso oficial.

Cuarto, los altos mandos de las Fuerzas Militares, designados por Duque, sustentan este proyecto. Su cúpula ha sido cuestionada por escándalos de “perfilamientos”, corrupción y narcotráfico. La Policía Nacional está imbuida en esa esfera y línea de mando.

La masacre de trece jóvenes y la desaparición de otros en manos de la Policía durante los tres días fatídicos de la semana pasada no son hechos aislados. El crimen del abogado Javier Ordóñez exacerbó los ánimos de la población, cansada de sus tratos inhumanos, golpizas mortales, extorsiones, violaciones, complicidad con las redes del narcotráfico. La imagen de Dilan Cruz, asesinado por el Esmad en las movilizaciones de noviembre, sigue viva en una juventud sin oportunidades, pero también liberada del miedo.

Los videos de policías y sus ayudantes civiles disparando indiscriminadamente a los manifestantes la semana pasada aterran e indignan al país y al mundo. 72 personas fueron heridas a bala. También hubo policías heridos y CAI destruidos, pero los muertos son jóvenes civiles.

Días antes, la ONG Temblores había presentado el informe “Bolillo, Dios y patria”, donde se documentan 23 asesinatos en 2020 por violencia policial, expresada en golpes, patadas y agresiones con armas contundentes. Reportan 162 casos de abusos extremos de la policía, de los cuales 12 terminaron en homicidio. Un 14 % están relacionados con protesta social y los principales afectados son jóvenes entre 17-24 años. Se registran muchos abusos a la población LGBTI y a los inmigrantes venezolanos. Se señala que la violencia es mayor cuando la Policía actúa en los estratos más bajos.

Estos atropellos preocupan a la comunidad internacional. En marzo, el informe de la alta comisionada de NU para los Derechos Humanos se refirió al asesinato de líderes/sas sociales y propuso que la Policía Nacional pasara al Ministerio del Interior. El gobierno respondió que esto era una inadmisible intromisión en la soberanía nacional. Como si Duque, acostumbrado a obedecer, tuviera noción alguna de lo que ello significa.  En medio de la conmoción de la semana pasada, se presentó un connato de golpe de Estado contra la alcaldesa de la capital. La directriz del prisionero del Ubérrimo de militarizar las calles y emprenderla contra los manifestantes fue precisa. Apareció también un trino de un alto militar llamando a la destitución de los alcaldes de Bogotá, Medellín y Cali.

La indolencia del gobierno no tiene límites. Nuevamente el comisionado de paz responsabilizó a las disidencias de las Farc y al ELN de los disturbios, pero nada dijo sobre las víctimas. La silla vacía del presidente en el evento de perdón convocado por la alcaldesa el domingo es elocuente, como también lo es el ataque del Esmad a la movilización pacífica simultánea.

¿Quién ordenó disparar? La Policía solo recibe órdenes del mando militar y desconoce la autoridad de los alcaldes, máxime si son alternativos, como en el caso de Bogotá. Es claro que la orden vino del alto gobierno.  Por supuesto que la Policía Nacional debe reformarse de manera estructural y convertirse en organismo civil, sin formación ni fuero militar, como lo señaló la alcaldesa. El Esmad debe desaparecer.

Entre tanta incertidumbre, urge convocar a la defensa de la democracia para detener el fascismo. La movilización social resurgió en medio de la pandemia y el gobierno tampoco la tiene fácil.

Tomado de las Dos orillas

Por Editor