«Ahora estamos en conversaciones con las principales empresas estadounidenses… estamos intentando alcanzar el mismo resultado final… Económicamente, se lograría una gran diferencia para Estados Unidos si conseguimos que empresas estadounidenses inviertan y participen en el desarrollo de las capacidades petroleras de Venezuela.»

John Bolton, Asesor de Seguridad Nacional en la administración del Presidente Donald Trump

Aunque “a confesión de parte, relevo de prueba”, no está por demás preguntarse por las razones para el insaciable apetito estadounidense por petróleo. ¿Por qué Estados Unidos está urgido en depredar los recursos venezolanos? ¿Acaso no le basta con el crudo y el esquisto que ya tiene? Pongamos lo evidente en un contexto no siempre obvio.

1). A corto plazo, Trump necesita energía barata para controlar la inflación.

“Los aranceles estadounidenses reducen la actividad económica de Estados Unidos principalmente mediante la disminución del poder adquisitivo de los consumidores a consecuencia de los precios más altos y, también, mediante el encarecimiento de los bienes de capital”.

Oficina de Presupuesto del Congreso. Enero 2019.

En Estados Unidos, el “Estado Profundo” ha intentado moderar las consecuencias de los caprichos, incoherencias y ocurrencias del Presidente Donald Trump. En materia económica, sin embargo, el control de “daños colaterales” ha sido precario pues las instituciones estadounidenses no lograron evitar la guerra de aranceles contra China.

El efecto adverso es mayúsculo si se considera que, después de décadas de aperturismo comercial neoliberal, las empresas y hogares estadounidenses son altamente dependientes de las importaciones de insumos, bienes intermedios y bienes finales. Revertir esta situación no es factible en el corto plazo. Aunque los aranceles disminuyan el déficit comercial estadounidense, aquellos no generan un efecto de sustitución de importaciones con la velocidad requerida.

La complejidad de la estructura productiva estadounidense no apoya al primitivo nacionalismo económico de Trump.  Según un análisis de la UNCTAD elaborado a principios de febrero, el incremento del 25% en los aranceles está destruyendo la producción doméstica de bienes agrícolas exportables. ¿A quién venderán sus excedentes de soya los agricultores familiares y empresarios estadounidenses cuyo nicho de mercado seguro era China? Pero eso no es todo.

La bravuconada de Trump está desestructurando empresas estadounidenses en el sector secundario, dígase en maquinaria, muebles, equipos de comunicación, productos metálicos, motores, plásticos, químicos, instrumentos de precisión, textiles, productos alimentarios y productos para consumo animal. Esto era obviamente previsible si se considera que, por ejemplo, las empresas manufactureras de colchones en territorio estadounidense importan tela, rellenos, plásticos o resortes desde China.

Según un estudio de la consultora TPW, el impacto anual de la guerra comercial del Presidente Trump contra China podría ser una pérdida del 1% del PIB estadounidense, una disminución de ingresos por USD 2.389 para una familia de cuatro miembros y una pérdida neta de 2’235.400 empleos.

El panorama no es bueno pues cuanto más perdure la guerra arancelaria, mayor será la tendencia al incremento de la inflación para productores y consumidores estadounidenses. ¿Qué hacer? A corto plazo, repetir millones de veces el eslogan “Hacer grande a América otra vez” no generará más producción para paliar el proceso inflacionario.

A corto plazo, por el lado del sector real, solo hay una salida: la apropiación de las reservas petroleras venezolanas como mecanismo para controlar la inflación mientras Trump intenta consolidar su reelección en el 2020. El control de los recursos petroleros venezolanos podría convertirse en una señal lo suficientemente poderosa para mantener los precios del crudo hacia la baja.  Durante 2019, Trump no necesitará extraer un solo barril de petróleo venezolano. Para reducir los precios internacionales, solo le bastará la amenaza de la posibilidad de hacerlo.

Políticamente, mantener la energía barata es preservar la ilusión de que todo marcha bien. El control del petróleo venezolano permitirá, por lo menos, mantener costos de transporte, un resultado anti-inflacionario que podría ser apreciado por votantes, familias y empresas expuestos a una reconversión económica que disminuirá sus niveles de ingreso y empleo.

2). A mediano plazo, Trump necesita tercerizar la guerra repartiendo rentas petroleras.

«Estados Unidos hará cualquier cosa para mantener al dólar como la moneda de reserva del mundo… Invadirá los países, no se detendrá ante nada… El imperio estadounidense no se basa en la tierra o en bienes materiales. Se basa en la búsqueda de rentas. Se basa en la obtención de ingresos derivada de la utilización de dólares. Cuando los países no pueden pagar, desmantelan sus activos y los toman… Así es como Estados Unidos construyó su imperio.”

Timothy Guzman. Global Research. 2018.

Si bien ejerció la presidencia entre 1989 y 1993, George H.W. Bush (padre) marcó la pauta de lo que serían las guerras estadounidenses en el siglo XXI. Como se evidenció en la invasión a Irak, las intervenciones militares estadounidenses ya no están dirigidas a lograr el control único y exclusivo de un “territorio nacional”. En los albores de un mundo multipolar, Bush intuyó que el negocio del futuro sería “destazar” un país para luego vender los fragmentos por partes.

Por ello, en los conflictos armados contemporáneos, el ejército estadounidense puede considerarse “victorioso” en la medida en que, en última instancia, su gobierno decida sobre la distribución de recursos naturales entre las empresas de los países aliados.

En estas guerras en las cuales “quien entra primero es quien reparte”, Estados Unidos no ha logrado que emerja un Estado Nacional en la etapa de estabilización post-conflicto del país intervenido. Por ello, al menos en África y Medio Oriente, los sucesivos gobiernos estadounidenses optaron por limitarse a garantizar condiciones de operación en los territorios subnacionales apetecidos u ocupados por las empresas transnacionales.  

Apreciado desde la perspectiva de Estados Unidos, el “negocio de la guerra” consiste entonces en efectuar una intervención militar directa e intensa pero cuya duración depende del tiempo requerido para retacear el país intervenido. Una vez logrado este fraccionamiento, Estados Unidos deviene en el juez que reparte la “renta económica” entre los países que contribuyeron simbólica o materialmente en la captura de la fuente de los recursos naturales.

A acto seguido, Estados Unidos “terceriza” sus servicios de seguridad en favor de empresas de la coalición “victoriosa”. De esta manera, incluso cuando los militares del imperio no logran la derrota militar de las fuerzas combatientes del país invadido, Estados Unidos y sus aliados tienen negocio para rato. Esta es una de las razones por las cuales los países europeos se alinean con Estados Unidos en su ataque contra Venezuela, un país que no representa amenaza existencial alguna para aquellos. Ahora, simplemente, todo es “business”.

Estados Unidos necesita aplicar esta lógica de reparto empresarial post-conflicto en Venezuela. Solo así podrá hacer que su intervención militar aparezca como legitima y le cueste menos aunque fracase y se prolongue por el surgimiento de la resistencia popular.  Venezuela es, para decirlo en el lenguaje de los empresarios, el “start up” en el todavía largo regreso de Estados Unidos como hegemón indiscutible a su patio trasero.

Si logra invadir Venezuela, aunque no logre salir del territorio bolivariano, el Imperio demostrará al mundo empresarial que todavía controla las llaves de acceso a sus comarcas.

3). A largo plazo, Estados Unidos necesita petróleo para una economía energéticamente ineficiente

«Estados Unidos tiene algunas tierras raras pero depende en gran medida de los recursos provenientes de países como Afganistán, Bolivia y China. La pérdida de acceso a estos recursos tendría consecuencias económicas, militares y políticas muy adversas para Estados Unidos”.

Bert Chapman. (2018) The Geopolitics of Rare Earth Elements: Emerging Challenge for U.S. National Security and Economics.

Para completar la transición hacia una sociedad no dependiente de un alto consumo de recursos petroleros, Estados Unidos necesita muchos cambios culturales, políticos, económicos y tecnológicos. Esta transición será muy difícil para un país que camina hacia el futuro arrastrando el lastre de su historia previa.

Por ejemplo, a diferencia de lo que sucede en los países europeos, la mayoría de la población estadounidense no está dispuesta a renunciar a patrones de consumo que presuponen grandes cantidades de energía. A esto agréguese la presencia de empresarios y políticos neoconservadores para quienes no es urgente efectuar “la gran transformación” energética.

Pero, incluso suponiendo que gobernantes y gobernados tuviesen voluntad apara “descarbonizarse” a futuro, Estados Unidos enfrenta una seria restricción para convertir a la energía eléctrica en la base de su producción y consumo: el Imperio no tiene suficientes “tierras raras”.

Este término designa a elementos químicos imprescindibles para operar muchas tecnologías del siglo XXI, dígase láseres, satélites, aviones de combate, microondas, superconductores, baterías nucleares, baterías para automóviles eléctricos, guía de misiles, pantallas de computadoras y televisores, resonancias magnéticas, tabletas, computadoras portátiles y teléfonos inteligentes.

Quien desee ventajas comparativas en bienes intensivamente tecnológicos debe controlar esas materias primas. Para mala fortuna de Estados Unidos, sin embargo, China controla el 95% de la oferta mundial de tierras raras. Esta circunstancia tiene sendas implicaciones militares pues, como destaca un informe del Proyecto de Seguridad Americana, “la dependencia de Estados Unidos en tecnología, particularmente para aplicaciones militares, es la principal causa de preocupación. Aunque el Pentágono afirma que el país solo usa el 5% de la oferta mundial de tierras raras para fines de defensa, el hecho es que Estados Unidos depende completamente de China para la producción de algunas de sus armas más poderosas».  

Para gestionar esta debilidad estratégica recurriendo al “poder blando”, Estados Unidos ha utilizado las herramientas que el régimen multilateral puso a su disposición para acceder a esos recursos minerales. Por eso, en la Organización Mundial de Comercio, ese país mantiene una disputa constante sobre este tema con China, una potencia en ascenso que no quiere exportar todas las tierras raras que el complejo industrial militar estadounidense podría apetecer.

Dado que propiciar un conflicto bélico con China por las tierras raras sería catastrófico, Estados Unidos no tiene otra salida que seguir dependiendo del petróleo durante los próximos 50 años, es decir, el Imperio está atrapado en una senda de ineficiencia energética a largo plazo… salvo que se produzcan auténticos “milagros tecnológicos”, los cuales podrían ser menos factibles en un país que no podrá producir anualmente más doctores, ingenieros o tecnólogos que China.

Siendo así, ¿qué hacer ante semejante paradójica acumulación de infortunios estratégicos? Una vez más, la respuesta es depender de lo disponible en el patio trasero. Estados Unidos necesita apropiarse de las petroleras venezolanas para asegurar su seguridad energética. Mientras chinos y europeos transiten hacia un mayor uso cotidiano de energías renovables, el Imperio tendrá que aferrarse a las obsoletas tecnologías basadas en combustibles fósiles.

Para finalizar, en resumen, ¿por qué la urgencia imperial por apropiarse de los recursos petroleros bolivarianos? Estados Unidos necesita las reservas venezolanas para:

a) a corto plazo, controlar la pérdida de bienestar generada por la tendencia al aumento de la inflación y del desempleo que acompañará a la reindustrialización de su economía;

b) a mediano plazo, repartir la renta petrolera incentivando alianzas inter e intra nacionales sin las cuales no podrá retomar su hegemonía en América Latina; y

c) a largo plazo, mantener sus patrones de producción y consumo sin renunciar a la energía barata durante la transición hacia modos de vida basados en energías renovables.

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