Arturo Belano
Los héroes de toda revolución siempre terminan convirtiéndose en los grandes héroes nacionales. Allí están Alfaro y todos sus grandes lugartenientes. Pero no solo ellos; el Che Guevara es el indiscutible héroe de Cuba, Allende el de Chile, Zapata el de México y muchos otros. Los que los mataron pasaron a la historia como los grandes asesinos o los grandes traidores, de sus amigos, de sus pueblos, de sus propios países. Allí están Plaza y los banqueros, Felix Rodríguez, Pinochet o Guajardo.
Por mucho que les parezca a quienes ostentan el poder hoy, el tiempo no se detiene y la historia no se escribe al año siguiente de las traiciones. Pasarán años, las emociones se decantarán, los hechos se interpretarán más allá de lo que digan los medios de comunicación y la historia resurgirá. Y, entonces, nacerá la figura del traidor histórico y la historia será implacable con los acólitos del traidor, de la forma más dura e implacable que tiene: el olvido. En 20 o 30 años, nadie recordará siquiera quiénes eran Vicuña, padre e hija; Alvarado, la de (In) Justicia; Falconí, el supuesto intelectual impoluto que es en realidad un esbirro; o Serrano, el peor jugador político de la historia. Peor dirá nada sobre los Michelenas, Roldanes, Romos, Jurados, Martínez, y otros oportunistas que se subieron al carro de la tradición cuando pudieron y se bajaron a la primera de bastos.
Solo una figura trascenderá y de la peor forma. La historia recogerá que Moreno, pudiendo ser el continuador de una revolución llamada a ser histórica, prefirió ser recordado como el traidor más mezquino, incapaz e incompetente que recuerden los anales de nuestra República. De Moreno se dirá básicamente tres cosas: que traicionó a Correa (de quien decía que era Alfaro); que no hizo nada por el país que amerite siquiera una mención; y que pavimentó el camino para el periodo más oscuro de la historia ecuatoriana (cuando asuma el poder, por desgracia, un representante de la derecha más retrógrada, quien quiera que este sea).
Del otro lado, los héroes revolucionarios serán los grandes héroes nacionales. Correa a la cabeza, pero no sólo él. La historia dará un espacio aparte a Jorge Glas como un gran héroe nacional, dispuesto a dejar su vida a cambio de demostrar, fehacientemente, que este gobierno no quiere ni la paz ni la justicia, sino sólo la venganza más feroz; y usa el aparato estatal no para construir una sociedad mejor, sino para destruir cuántas vidas sean necesarias; empezando por la de su propio vicepresidente; aunque sin que termine allí, sino cuando hayan acabado con todos los que osaron trabajar con Correa y se mostraron orgullosos de haberlo hecho, y más importante, sin haberse robado ni un borrador de pizarra.
Cuando el emperador romano Trajano murió, Adriano asumió de forma no muy clara el poder y se encargó de acabar con todos los leales a Trajano y a Lucio Quieto, para muchos, el legítimo emperador. Santiago Posteguillo retrata magistral y poéticamente, la forma en la que se podría haber dado la muerte de Quieto. Cuando se ve rodeado, con todos sus leales muertos, exige a sus victimarios que desenvainen y se bate a duelo con todos hasta que cae finalmente muerto. A lo lejos, el enviado de Adriano mira ese acto valiente y le pregunta al centurión a cargo: ¿Qué hace? ¿Por qué no huye al mar (para morir ahogado)? A lo que el centurión le dice: “porque así muere un emperador, ojalá y no nos hayamos equivocado al haber apoyado al que no se lo merece”.
Ojalá Glas no tenga que pagar con su vida esta convicción. Ojalá Moreno pueda ver más allá de sus narices y haga lo humanitario (lo correcto) para que el precio de ser valiente no salga tan caro. Lo único claro es que Glas, heroicamente, ya tiene su puesto en la historia… Y Moreno, patéticamente, también…