Por Hugo Idrovo Pérez

Conozco a buenos oficiales de policía y personal dignos y respetables, pero son minoría y excepción. Lo afirmo porque soy testigo de cómo otros elementos de la Policía Nacional -los malos- han cometido toda una suerte de extravíos que escapan a la decencia, la moralidad y la rectitud. He visto a policías en servicio y uniforme orinar en la vía pública; empinar el codo durante censos y comicios; tranzar con vendedores callejeros de cocaína y luego extorsionar al turista que la compró; robar pertenencias de un amigo fallecido durante la elaboración de un parte; acosar sexualmente a jovencitas desde sus patrulleros (uno de estos vehículos era conocido en Galápagos como “El Discomóvil”). En fin, la Policía Nacional del Ecuador tendría que publicar un libro de oro de antónimos de lo que se supone que es o qué pretende ser su lema “Orden y Seguridad Social”.

¿Contracultura o decadencia? ¿Prurito republicano? ¿Degeneración institucional? ¿Fenómeno de la naturaleza? Ante mi andanada de interrogantes, dejaré que las respuestas provengan de algún estudioso de nuestra contradictoria especie, sea este biólogo “pluviomarino” (como figuró en el caso Hnos. Restrepo), sociólogo, antropólogo, jurista, director de higiene, psicólogo, forense, genetista o asistente social. Sin embargo, vale preguntarse: ¿cuál es el caldo de cultivo del policía ecuatoriano?

Desde una infancia vivida entre la marginalidad y la miseria, insalubridad o trágica promiscuidad, aquel infortunado niño llegará a una adolescencia marcada por la violencia intrafamiliar, la deserción escolar, los burdeles y las cantinas. De allí, con un alma envilecida por la desigualdad social, la falta de oportunidades y la desesperación, víctima del racismo, el clasismo y la frustración, el joven desempleado tendrá dos opciones a elegir: ser carne de presidio o policía.  Y si con suerte alcanzó al bachillerato, oficial de policía.

Con esos antecedentes, los aspirantes que consigan ingresar a las escuelas y cuarteles de formación se someterán a entrenamientos y adoctrinamientos cargados de injusticias, arbitrariedades, castigos, insultos y humillaciones. Superado este periodo, que termina por impermeabilizar su ya áspera insensibilidad, pasará a una carrera de servicio público que lo abrirá a ámbitos matizados por la desconfianza generalizada e indescriptible corrupción. Encontrará entornos en los que -si logra manejarlos sagazmente, en el aséptico sentido de la palabra- le permitirán “redondear el sueldo” para asegurarse la existencia. La resentida tropa manejará sus “arreglos” en carreteras, esquinas y avenidas, zaguanes y oscuros callejones. La privilegiada oficialidad lo hará en radiantes hoteles, ministerios o lujosos despachos privados. Pero ahí no terminará la rapiña, la intocable cúpula policial no abandonará jamás su canibalismo contra sus subalternos e interpretará a su antojo los reglamentos internos y derechos de los que por ley es beneficiaria la tropa. Y para garantizar su supervivencia, luchará para que su clase no asuma ninguna responsabilidad histórica por todo lo que haya podido ocurrir en detrimento de la ciudadanía a la que ha jurado -dizque- “Servir y Proteger”.

El inframundo tiene sus propios métodos para mantenerse activo. Teje redes clandestinas de permanente extorsión, chivatería y conjura; de información que se galvaniza, se intercambia y contacta cotidianamente con el ámbito policial. Así, ambos círculos se adaptan y se adoptan mutuamente; necesaria e indistintamente, con su innata capacidad para robar, herir, matar, secuestrar o desaparecer. Ello, sumado a la degradación moral y otros distintivos del subgrupo delincuencial que integra y rodea al policía, hará que su “espíritu de cuerpo” se sustente en la forzosa aceptación de hacerse de la “vista gorda” ante los latrocinios de sus camaradas, sean estos de tropa, la oficialidad o la cúpula en sí misma.

Los maleantes inventan palabras para describir emociones que no experimentan, crean imágenes que no imaginan, procesan ideas que no comprenden, y ser policía en el Ecuador significará aprender, compartir y dominar ambos umbrales. El agente tendrá que saber dónde está el agravio y aparentar no agraviar. Tendrá que especializarse en métodos, voces, tácticas y vericuetos del bajo mundo para cumplir a cabalidad con su misión. Mezclarse en cuerpo y alma con los profesionales del delito convertirá a algunos policías en tecnólogos del crimen, la infamia y la coartada. En jerarcas de la impunidad con venia presidencial:

“Crearemos la Unidad de Defensa Legal de la Fuerza Pública, entidad que se dedicará exclusivamente a la protección de todos aquellos miembros de la Policía Nacional y de las Fuerzas Armadas que sean demandados por simplemente cumplir con su deber”. Guillermo Lasso Mendoza, 18 de octubre de 2021

El ladrón teme al policía, pero lo burla. El policía teme el escrutinio de la sociedad civil, pero se mofa de él. De ahí que el común policía ecuatoriano estará permanentemente en guardia y acechante superioridad contra todo aquel que considere similar a su identidad formal (es decir, los indígenas, la clase obrera y la ciudadanía de a pie). Por el contrario, se mostrará timorato, sumiso y solícito ante todo aquel que haga gala de su poder político, abolengo, distancia racial y riqueza. A esta última clase social, la élite, es a la que realmente entrega su servidumbre y protección.

Durante las ignominiosas jornadas de octubre de 2019 y junio de 2022 -mientras el pueblo desarmado e indefenso era reprimido a sangre y fuego- vino a mi memoria una reflexión de Gregorio Marañón: “La eficacia global de un país se puede medir por la eficacia de su policía”. La sumisión por humillación y maltrato, junto a la pereza neuronal y la rapiña institucional, desembocan en escatimar el más básico acopio imaginativo. De allí que, a lo largo de décadas, muchos policías han sido fácilmente pervertidos para dar continuidad a un secular pacto con los elementos más reaccionarios y la cizaña politiquera de tendencia derechista y neofascista que han sustentado al Estado oligárquico que caracteriza a nuestro país. Así que, me pregunto también, ¿de qué eficacia policial podríamos hablar en el Ecuador actual, cuya eficacia global se mide por índices de odio, falsedad, corrupción, vergüenza, resentimiento y desesperanza? Mes a mes, el pueblo va conociendo y relatando casos que involucran directamente a la Policía Nacional, casos que escapan a toda comprensión y llaman al rechazo y repugnancia. Sin ahondar demasiado en el tema, la crítica situación penitenciaria actual es un fiel reflejo de esa condición.

Conmovedor, ¿verdad? Sino feroz de estos tiempos de neoliberalismo, fondomonetarismo y corrupción institucionalizada de un “gobierno del encuentro” que a duras penas sobrevive gracias a las fuerzas armadas, la U.S. Embassy, la etnoderecha (léase Unidad Plurinacional Pachakutik), la prensa mercenaria y la oligarquía empresarial y terrateniente ecuatoriana. Así continuará girando esta simpar rueda de la ley. Una y otra vez los crímenes cometidos por la policía quedarán en la impunidad. Los acusados y culpables se allanarán al ámbito judicial policial, que es lo mismo que devolver al mar a una corvina recién pescada.

Por RK