Por Lucrecia Maldonado
La polarización de la política en general en América Latina a partir de la eclosión progresista de las dos primeras décadas del siglo XXI suele definirse como una arremetida de lo que se ha dado en llamar ‘odio político’. Y sí, ese sentimiento que está en el otro extremo del mismo hilo que por otro lado termina o comienza en el amor puede que sea una parte de la enorme arremetida contra el progresismo o la izquierda que por fin funcionó en nuestro continente, pero, contrario a lo que se tiende a pensar, no lo es todo, ni es lo más importante.
La estrategia que capitaliza los sentimientos de rechazo contra la corriente política y social que podría sacarnos del subdesarrollo y la dependencia, o por lo menos moderarlos, en realidad va mucho más allá del odio, o lo utiliza, pero no está tan ligada a un sentimiento como a una serie de actuaciones que sobrepasan lo meramente emocional y se articula en una dinámica muy bien estructurada, no exenta de perversión, y que sin temor a exagerar podría calificarse como diabólica en el sentido etimológico de la palabra (divisionista, disociadora) y también en el ético y religioso.
Toda esa articulación, sobre todo comunicacional e informativa, contra el progresismo y sus actores, en toda América Latina y más que nada en Ecuador, es parte de una macabra danza comandada no solamente desde nuestras oligarquías locales (cuyos cerebros en conjunto no alcanzarían a dar para tanto) sino desde las embajadas de ya se sabe qué país y las Centrales de Inteligencia y control del mundo que en él tienen residencia y origen.
Hay varios aspectos que rebasan cualquier vergüenza o límite ético, y se observan en todas y cada una de las acciones de los medios y la prensa al servicio de las derechas continentales: invisibilización de cualquier mérito o acción notable y efectiva, búsqueda de cualquier acción, omisión, lapsus o cualquier otra cosa para criticar, puesta en duda de cualquier buena intención en relación con las cosas que se hacen bien (que suelen ser bastantes). El trabajo no es casual. Es una acción conjunta, coordinada, una especie de ballet demoniaco, en donde se secundan, se reparten las tareas, y no descansan jamás. Parecería que lo tienen todo anotado, que siguen una bitácora perfectamente bien trazada, atenta incluso a las eventualidades y a las sorpresas.
Mientras esto ocurre, el progresismo, sus medios de comunicación casi siempre alternativos, digitales, denostados, perseguidos y descalificados, sus voceros y sus ideólogos disputan entre sí por nimiedades y se lamentan del ‘odio’. Y quizá esta sea una de las más paralizantes e inexactas actitudes, pues la estrategia de las derechas antiprogresistas del planeta, como se dijo, sobrepasa el odio. Es más, si no odiara daría igual. El odio no es su motor. Su motor es la destrucción, el arrebatamiento la artería en la recuperación del poder por cualquier tipo de fuerza y la explotación indiscriminada de recursos naturales. El impedir a toda costa y por los métodos que sea (no importan los muertos y heridos por el camino) la pérdida de sus prebendas y privilegios. Sus movimientos, incluso las chabacanas y teatrales agresiones de algunos de sus pseudo comunicadores bien pagados, no son fruto de una pasión ni de un sentimiento. No. Hay un cinismo básico en su construcción. Una organización despiadada que no reconoce nada.
Se hace necesario que en algún momento el progresismo comprenda que no está enfrentando un grupo de niños malcriados, hostigadores de oficio y odiadores per se. En realidad, se confronta con una maquinaria monstruosa de miles de tentáculos perfectamente sincronizados. Y la batalla más efectiva no se dará lloriqueando porque nos odian, pobrecitos de nosotros, sino creando una serie de estrategias conjuntas, comunicacionales, jurídicas, psicológicas y sociales, e incluso deontológicas y filosóficas que puedan hacerle frente a su maquinaria psicopática y perversa. Es hora de que el progresismo deje de lado el egocentrismo y las disputas estériles por pequeños espacios internos, y se aúnen en una valiente y sostenida tarea por plantarle un frente real a la perversidad codiciosa y artera que se le echa encima mucho más allá del simple, infantil y caprichoso odio político.