Por Lucrecia Maldonado

El lugar más peligroso para vivir los negros es la imaginación de los blancos.

D. H. Hughley

Para escribir algo sobre los cuatro niños de Las Malvinas quisiera tener la violencia de un terremoto que derrumbe los cimientos del mundo que los condenó en el momento mismo en que nacieron en un determinado sitio, con un color de piel, en un país y una ciudad que solamente saben del prejuicio y de la superficialidad, en donde a pocos les importa que hayan sido buenos hijos, cariñosos, deportistas, cantores y bailarines, como todo niño, como el pequeño Steven cuya voz tal vez aún sonaba como el trino de un pajarillo sin saber del embate brutal que iba a quemar sus alas, su garganta y su rostro antes de que pudiera insertarse en el vuelo de la vida.

Para escribir algo sobre los cuatro niños de Las Malvinas quisiera tener el embate destructor de las aguas en torrente, arrasándolo todo a su paso, irrefrenables, incontrolables, la fuerza de las lágrimas de sus madres y padres, abuelas, hermanas, hermanos, tíos, primos, amistades y vecinos multiplicada por miles y millones, y así ahogar las voces que revictimizan, que se agarran del prejuicio para decir lo que todo el mundo sabe que es mentira, para sepultarlas en el fondo del abismo, así como la voz del joven Nehemías, que siempre estaba cantando y amaba hacerlo, quedó sepultada por una torpe maldad sin nombre ni sentido en el fondo del precipicio de la aberración inhumana.

Para escribir algo sobre los cuatro niños de las Malvinas quisiera tener la intención cataclísmica de un asteroide enloquecido que borrara de un solo trazo la cola de la mentira, la inconsciente inercia de la estupidez que no mira más allá de las narices de quienes la cometen y de quienes ordenan cometerla, la ciega brutalidad del cuerpo celeste que solamente sigue su paso sin que le importe a qué o a quién se lleva por delante, así como dieciséis hombres armados se llevaron por delante la luminosa carrera de futbolistas de Saúl e Ismael, que siempre se recordarán como adolescentes buenos y amorosos, más allá de lo que graznen los que solamente blanden la falsedad en su defensa.

Para escribir algo sobre los cuatro niños de Las Malvinas, o sobre Javier Vega, Aidita Ati, María Belén Bernal o los otros desaparecidos y desaparecidas, y ejecutados y ejecutadas extrajudicialmente de este y otros gobiernos y sobre sus familias rotas, sangrantes y abatidas por la crueldad inhumana de un país en guerra contra sí mismo, quisiera tener la ternura de la brisa que calma el agobio, la suavidad de la caricia que tenuemente cubre el hematoma, la tersura del beso que apenas hace saber que ahí se está, aunque sea para nada, apenas para estar, como tantos y tantas otras y otros desconcertados y consternados seres atenazados por la impotencia y la desesperación de mirar como todo se desmorona en nuestro entorno, aplastando a los más pobres y desvalidos, para empezar.

Pero, aunque he escrito algo, quizá pírrico e inútil, como cualquier palabra pronunciada en estos momentos tristes y sombríos, sé que no soy terremoto, vendaval ni asteroide desbocado. Apenas cuento con una brutal ternura que solo empuja lágrimas mientras miro mis manos inútiles en el teclado y me pregunto, como muchos, si esto acabará de acabarse en algún momento, y si es que lo veremos, y qué haremos entonces con los restos de lo que un día fuimos y luego nos negamos empecinadamente a volver a ser.

Por RK