Hernán Reyes Aguinaga

Noticia obligada y diaria desde hace rato: el secuestro y posterior asesinato de tres periodistas que habían sido secuestrados en la frontera norte y que llevaban semanas retenidos por un grupo colombiano ha calado hondo en la opinión pública del país. Homilías, vigilias, plantones y manifestaciones públicas de repudio, decenas de comunicados de pesar e indignación, declaraciones  de solidaridad con los periodistas asesinados y hasta canciones en su memoria. Esos han sido los eventos que han marcado la agenda informativa de los medios, los últimos días. Finalmente, desde el sector gubernamental han comparecido ante la ciudadanía el propio Presidente Moreno y luego varios de sus ministros, directamente involucrados en el caso.

Sin embargo, la difusión de información bastante general y aun confusa sobre el caso -información que incluye referencias a la peligrosidad y a la enfermiza maldad psicopática del presunto asesino y sus huestes, y las negociaciones que habría intentado el gobierno hacer y que a la postre, resultaren inútiles- ha generado un crecimiento inédito de explosivas sensaciones, sentimientos y emociones masivas de repudio, venganza y señalamientos de culpabilidades ajenas; es poco más lo que se sabe sobre lo de fondo en este tema.

Quedarse solamente en la respuesta o emocional en un caso como éste puede ser, a la larga,  una reacción pasajera que no aporte prácticamente nada para mirar con profundidad un tema como el de la frontera, y de poco puede servir para que los actores reponsables de intervenir en él (autoridades civiles y militares de ambos gobiernos, medios de comunicación ecuatorianos y colombianos, organizaciones de derechos humanos, organismos multilaterales e internacionales de cooperación sobre temas de seguridad, migración y narcotráfico, entre otros), puedan hacerse cargo de su responsabilidad y encarar su rol hacia el futuro.

Ya sea por las restricciones informativas propias de un caso como éste, o por la indiferencia histórica de la sociedad para con esas zonas liminales conocidas como fronteras –salvo aquellas épocas cuando la “herida abierta” con el Perú alineaba con el patriotismo y hasta con el  patrioterismo las mentalidades y estados de ánimo de prácticamente toda la nación-, las zonas de frontera siguen siendo tierras ignotas.

Por su propia complejidad social, económica y cultural, las fronteras siempre han sido territorios de duras disputas por el poder. Por esa razón, desde hace años “el derecho a la vida, desplazamiento y refugio, políticas de cooperación multilaterales, políticas binacionales, investigaciones y estudios sobre frontera, derechos humanos, economía fronteriza y gobernanza de la seguridad” han sido temas objeto no sólo de la atención gubernamental sino de esfuerzos de reflexión académica, de ONGs y aún de Iglesias, según una publicación de CLACSO. Fruto de investigaciones recientes y en relación al primer y más sensible tema, el del derecho a la vida, se puede afirmar que en la frontera norte ecuatoriana la vida se respetará sólo si se aplican  políticas de seguridad vinculadas con políticas sociales que mejoren las condiciones de vida de la población local; seguridad y calidad de vida no pueden darse la una sin la otra.

La frontera norte encierra un modo de vida marcado por la inseguridad, la violencia y el autoritarismo; son lugares militarizados y policializados, donde diariamente la población civil vive tensionada por las políticas que son de seguridad nacional en vez de ser de seguridad ciudadana, y es un escenario que amplifica el miedo social pues como nos lo recuerda Fernando Carrión, “los medios de comunicación terminan estigmatizando la realidad que se vive”.

El escenario fronterizo es ciertamente duro. Según Carrión, por ejemplo, en Esmeraldas, “el narcotráfico ha producido una zona de paso que requiere de actores que desbrocen el camino (sicarios, mercado ilegal) así como también problemas típicamente interétnicos”. Nada de esto ha aparecido retratado en los medios ni fue objeto de reflexiones colectivas antes del asesinato de los cuatro militares y los tres trabajadores de medios. Los que habitamos el Ecuador urbano y territorios alejados geográficamente de las fronteras, ignoramos olímpicamente o tenemos información fuertemente sesgada e incompleta sobre las fronteras y sobre lo que allí sucede.

El país en su conjunto no estaba preparado para enfrentar lo que pasó y resulta difícil saber si se preparará para lo que viene. Hay que pensar en lo que están viviendo los habitantes de estos sectores. La población civil ha sido víctima de la violencia y la inseguridad por décadas. Información extraoficial que no ha parecido en ningún medio masivo nos habla de que en lo que va del 2018 son ya veinte asesinados en la zona más caliente del conflicto en la zona de Mataje. La precariedad del más elemental de los derechos, el derecho a la vida, es de tal magnitud y de tan larga data, que ni la sola militarización de la zona, ni la consecuente expulsión y desplazamiento de personas es solución alguna. San Lorenzo es por décadas una zona abandonada por el Estado y por instituciones sociales estables. Según fuentes locales, ahora hay poblados enteros, como El Pan, convertidos en verdaderos pueblos fantasma.

Tan poco conoce el Estado la complejidad de lo que se vive en esos espacios, que un documento oficial de planificación de políticas públicas propone el desarrollo del “turismo comunitario” (?) como alternativa para los pobladores locales. Tampoco es dable azuzar desde discursos belicistas y xenófobos, pues sólo aportarán al aumento el pánico moral en la sociedad ecuatoriana. Es imprescindible trabajar una aproximación a la cotidianidad de las zonas conflictivas de frontera desde los principios de búsqueda de la paz, el conocimiento real de los problemas estructurales y el respeto a los derechos humanos. Solamente de esta forma podremos unirnos como país para enfrentar nuestros verdaderos enemigos: el delito, la pobreza, el olvido y la exclusión.

 

 

 

 

Por admin