Hernán Reyes Aguinaga

Cuando la Constitución de Montecristi creó hace diez años al Consejo de Participación Ciudadana y Control Social (CPCCS), esta nueva institución nació bajo una consigna y con una triple intención. Por un lado, le cobijó la idea de que “el pueblo es el mandante y primer fiscalizador del poder público, en ejercicio de su derecho a la participación”, tal como dice el art. 204 de la Carta Magna.

Por otra parte, el CPCCS se debía encargar de promover la participación ciudadana, luchar contra la corrupción, y de la designación de las autoridades de control y de administración de Justicia (Contralor, Procurador, todos los Superintendentes, miembros del Consejo de la Judicatura y del Consejo Nacional Electoral, Defensor Público, Defensor del Pueblo, entre otros) mediante un doble mecanismo: el meritocrático, es decir, vía Concursos de Oposición y Merecimientos; y, por nombramiento a partir de ternas enviadas por el Ejecutivo y otras funciones del Estado.

El CPPCS debía, supuestamente y en teoría, corregir las falencias y las limitaciones del andamiaje constitucional anterior, que se decía habían posibilitado no sólo el alejamiento e indiferencia de la ciudadanía de su activa participación en la cosa pública, sino que había debilitado y anulado la lucha contra la corrupción en el Estado, aparte de que dejaba en manos de los partidos políticos representados en el viejo Congreso los amarres para nombrar las autoridades de control. “Diseño constitucional novedoso” se argumentó.

Luego de 11 años de actuación del CPPPCS es posible arriesgarse a juzgar su desempeño. Durante el gobierno de Rafael Correa, el CPCCS estuvo conformado por tres tandas sucesivas de vocales: la primera transitoria y las otras dos electas para cumplir un periodo completo. Prácticamente nadie se podría acordar ahora de sus nombres, peor de su méritos; ni siquiera del nombre de quienes lo presidieron quedó plasmado en el tiempo. Peor aún algo de lo que hicieron para cumplir su misión. En suma, fue una institución que pasó sin pena ni gloria. O como un antiguo político socialista lo repetía: “un mamotreto institucional que no representa a la ciudadanía. Durante una década no han hecho control social, por eso debe desaparecer”. Se trataba, dijo otro eminente político y opinador mediático, de un verdadero “engendro constitucional”.

Si bien desde antes de la transición entre el gobierno de Correa y el de Moreno, ya la sobrevivencia del CPCCS estaba en grave riesgo, fue en la administración actual cuando todos los flashes anunciaban el fin de este ente. En septiembre de 2017, el banquero Guillermo Lasso en un video difundido en Twitter, pidió a Moreno dos cosas concretas: “que convoque a una consulta popular, para iniciar la ‘reinstitucionalización democrática del Ecuador’. Y agregó que la consulta debe abordar dos temas fundamentales: eliminar la reelección indefinida de todas la autoridades de elección popular y el Consejo de Participación Ciudadana y Control Social (CPCCS)”.

Para entonces las horas de vida del CPPCS parecían contadas. Sin embargo, en política las sorpresas y los giros imprevistos estarán siempre acechando. Y no sólo que la Consulta Popular pasada no eliminó al CPCCS -aunque sí la reelección indefinida-, sino que le dotó de poderes celestiales. Algún superdotado “cerebro gris” encontró en la alicaída y cuestionada imagen del Consejo el sujeto ideal para modificar de forma abrupta toda la función de transparencia y control social. Tras los resultados de la consulta del 4 de febrero de 2018, favorables para el Gobierno, renació el CPCCS pero para cumplir otro destino bien diferente: actuar como verdugo de todo rezago de la institucionalidad anterior.

Más allá de los memes ofensivos contra el actual presidente del CPCCS-T, para muchos actualmente uno de los dos hombres más poderosos del país -incluso por delante del Contralor Subrogante Pablo Celi- y de algunas tibias discusiones internas, el hacha en su mano ha funcionado con una precisión asombrosa. Y al margen de los oficialistas elogios diarios a su sabiduría y honestidad así como de las condecoraciones que ha recibido este viejo político de parte de la izquierda tirapiedras y de los selfies que algunas notables mujeres activistas se toman con él, una a una, las cabezas de las distintas instancias de control han ido cayendo y llenando la canastilla.

En medio de una opinión pública-mediática todavía repleta de la animosidad del discurso del desmontaje y persecución de todo lo que se vea, huela o amenace estar cercano al correísmo, así como de una entronización del “venerable varón” al frente del Plan Maestro Ejecutor, varias preguntas de fondo siguen incomodando alrededor de esta modalidad de “re-institucionalización” del país, cuestionada especialmente porque podría, desde la razón de la “voluntad popular”, haber adquirido poderes omnímodos, que hasta rebasarían abiertamente los límites constitucionales.

Al contrario de quienes se han convertido en deleitados sino en extasiados espectadores de la sui generis “depuración” de la institucionalidad emprendida por Trujillo y su seis lanceros, nos quedan incontestadas una serie de preguntas básicas: ¿cómo entender la idolatría a este retorno de la figura del “vengador ciudadano” para supuestamente exorcizar todos los males que nos aquejan y para purificar el orden constituido? ¿Acaso la “refundación” del país de la que se vanaglorió la Revolución Ciudadana llevaba en sus propias entrañas el demonio que la iba a denegar para traer de vuelta el país de la democracia corporativista donde cada grupo de presión y cada grupo de interés asume la gobernabilidad en desmedro de los movimientos y partidos políticos? ¿Qué fue lo que hizo cambiar tanto a los movimientos sociales (indígenas, mujeres, estudiantes) para que ahora se sientan tan cómodos con la actuación de una entidad enteramente funcional al proyecto liberal al que se alinean los sectores representados por los siete miembros del CPPCS-T?

La magia del poder. Esa quizá es la única respuesta a estas y otras preguntas que rodean la historia del viejo engendro convertido en nuevo verdugo.​

 

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