Hernán Reyes Aguinaga

Si me preguntasen qué es lo que políticamente más me ha llamado la atención en este primer año del gobierno de Lenín Moreno, no dudaría en decir que un manifiesto que apareció hace pocos días en la prensa nacional. Nada más sorprendente que ese manifiesto. Cuesta creer que uno esté leyendo bien los nombres de los firmantes, unos al lado de los otros. Pero no hay duda: se trata de las mayores organizaciones de trabajadores del país junto con las poderosas cámaras empresariales. El FUT, la UGTE, la CEDOCUT, la CEOSL, la CTE y la renacida UNE,  compartiendo cada palabra, cada frase del manifiesto con el Comité Empresarial Ecuatoriano, la Federación Nacional de Exportadores y las federaciones nacionales de Cámaras de Industria y Cámaras de Comercio: “Trabajadores y empresarios unimos esfuerzos”. ¿Se obró el milagro? Todos por la Patria y el que no salta es…

Desde que en junio de 2017 el gobierno del presidente Lenín Moreno instauró como política pública el diálogo, de forma inédita, como por arte de magia, los gremios obreros y los carteles de los “gran cacao” aparecen asociados, dejando a un lado sus diferencias estructurales. De la mano, publicitan su apoyo a “luchar contra la corrupción” y en favor de “la reinstitucionalización del país”.

Dos palabras mágicas (corrupción e institucionalidad) pudieron hacer lo que no habían logrado varias propuestas anteriores de juntar a todos, a tirios y troyanos, en un solo frente. Febres Cordero patentó su figura a través del “Frente de Reconstrucción Nacional”; a él se sumaron otros intentos de crear grandes “pactos nacionales, “gobiernos de concertación”, figuras enarboladas casi siempre luego de periodos críticos en la política ecuatoriana. Todas ellas apelando a esa idea centrista de “coalición única” y de “consenso” con la que ha soñado la propuesta de una “democracia más-allá-de-la-izquierda-y-de-la-derecha”, o la tercera vía de la pasajera socialdemocracia ecuatoriana.

Pero la utopía de construir esta fanesca político-ideológica empezó aún antes del triunfo y ascenso al poder del Presidente Lenín Moreno. En plena campaña electoral, el apoyo de los militantes del ex–MPD, ahora llamado Unidad Popular, al banquero Guillermo Lasso en la segunda vuelta electoral de abril de 2017, causó el asombro de muchos, no tanto por lo que podría representarle al candidato de la derecha en términos de votos, cuanto por el sentido simbólico de ese maridaje. Se trataba nada menos que del partido que antiguamente se alineaba a favor del comunismo maoísta unido con el entonces mayor representante del sector financiero y empresarial del país. Marx nunca existió y peor sus ideas de que la clase trabajadora y la gran burguesía luchaban sin tregua por su naturaleza e intereses sociales radicalmente contrapuestos.

Con la política del diálogo impulsada por Lenín Moreno desde Carondelet, esas nuevas mezclas de posturas y posiciones políticas, aparentemente incompatibles, se ampliaron con el paso de los meses. En septiembre de 2017, trece organizaciones sociales y políticas del más diverso signo, también coincidían en hacer campaña pública para pedir una Consulta Popular que empujase la eliminación del Consejo de Participación Ciudadana y Control Social (CPCCS). Marchando codo a codo por las calles capitalinas, el ex–MPD -ahora Unidad Popular-, Cauce Democrático (una agrupación de políticos e intelectuales de larga data, notables por su posiciones conservadoras y pro statu quo), los partidos de centro derecha y derecha SUMA, Izquierda Democrática, CREO y Partido Social Cristiano; organizaciones y activistas de la sociedad civil como Corporación Participación Ciudadana y la Comisión Nacional Anticorrupción; la histórica  CONAIE y su brazo político el Movimiento Pachakutik, y otras agrupaciones relativamente desconocidas como la Mesa de Convergencia, Unidos por la Democracia y la Comisión Legislativa de Participación Ciudadana, reconfiguraban el escenario de disputa política y marcaban con nitidez una rara avis, desconocida en la historia política reciente del país.

Dios los cría y ellos se juntan, dice el adagio popular. Y habrá múltiples expresiones de su justeza. ¿La última? La marcha en respaldo y la condecoración de una de las alas de la FEUE al presidente del CPCCS, que estuvo antecedida el 9 de mayo de este año por una marcha más amplia también de apoyo al CPCCS, en la que incluso aparecieron colectivos de curiosos nombres como el de Federación Nacional de Veteranos de Guerra, Asociación de Despedidos y otros por el estilo, cuya acción más gloriosa fue la entrega de un manifiesto en el que se pedía la amnistía para los policías y militares involucrados en la revuelta del 30-S, ahora para muchos un acto en el que unos angelicales policías y militares fueron vilmente agredidos por un Presidente de la República en funciones. Policías y militares que de la noche a la mañana cambiaron de papeles en el teatro de la sublevación: ahora aparecen como indefensas víctimas, que por pura casualidad estuvieron armadas y soliviantadas ese día, secuestraron funcionarios públicos y atacaron a diestra y siniestra a peligrosísimos ciudadanos desarmados que salieron a las calles a manifestar su rechazo a ese “pacífico” acto.

¿Acaso estamos ante una alquimia política donde las posiciones antagónicas son capaces de fusionarse con sus opuestos y producir una transmutación alquímica donde los elementos constitutivos de sus luchas desaparecen en aras del dialogismo? No creo.

No creo en los milagros. Más bien presiento que estamos ante lo que Chantal Mouffe denomina la “perspectiva liberal” que considera a la democracia como una competencia de élites. Una de sus formas fue el “corporativismo” de antaño que según Coppedge era la mejor forma de gobernabilidad sin conflictos. Lo que algunos llaman el capitalismo sin fricciones. Mouffe también alerta que si bien el consenso es coyunturalmente necesario, “debe ir acompañado del desacuerdo”, como algo legítimo -y hasta imprescindible- en una democracia pluralista. Lástima que ahora, en el discurso hegemónico, políticos y medios privados de derecha han proscrito el desacuerdo al calor del galopante “anti-correísmo”.

Presiento además que una política dialógica, necesaria sí pero no hipostasiada, tendrá corta vida si no se sincera en cuanto a volver a demarcar con claridad las fronteras políticas entre la derecha y la izquierda. Y la izquierda volverá a ser la gran perdedora.

 

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