Tras seis meses atravesados por el contexto excepcional de la pandemia, el mapa político argentino comienza a reordenarse. El contexto actual debe analizarse en perspectiva tomando en cuenta resultado electoral de 2019, cuando Alberto Fernández logró la victoria electoral (48%) frente a Mauricio Macri (40%).
Un análisis detallado de la última encuesta nacional de CELAG da cuenta de que hoy la ciudadanía argentina se puede dividir en tres segmentos: un oficialismo mayoritario que representa alrededor de un 40-45%, una oposición que oscila entre un 25-33% y un tercer espacio, alrededor de un 30%, que no se identifica a priori con ninguno de los dos polos sino que se aproxima a uno u otro según el eje temático.
Hay, por un lado, un segmento mayoritario de la sociedad que sintoniza con el proyecto político del Frente de Todos y acompaña sus iniciativas como la reforma judicial y el impuesto a las grandes fortunas, que valora positivamente el rol del Estado en la sociedad, la revalorización de la política como herramienta de transformación (65%) y la redistribución económica como modo de alcanzar la justicia social. Por otro lado, hay un espacio opositor en proceso de consolidación. Minoritario, sí; pero sería un error considerarlo como “cuatro locos que gritan”. Por ejemplo, hay un 26% de la ciudadanía que considera que el Gobierno actual es menos democrático que el Gobierno anterior; un tercio que se posiciona en la vereda de la antipolítica; cerca de un 25% conserva una buena imagen de Macri y un 33% que cree que la actual vicepresidenta debería ir presa. Y, en tercer lugar, está el espacio más indescifrable porque es más heterogéneo y fluctúa entre un bloque y otro en función de cuál sea el tema en cuestión: frente a ejes como expropiaciones o antipolítica se ubica más cercano a la oposición, pero cuando se trata de la figura de Alberto Fernández y la valoración global de su gestión, o de la valoración del rol del Estado, se muestra más próxima al Frente de Todos.
En el contexto actual no es posible prever cuál será la huella de la pandemia en el reordenamiento político y electoral argentino. Hasta el momento, lo que se observa a partir de los datos es un escenario en el que el Gobierno de Alberto Fernández cuenta con un respaldo mayoritario por parte de la sociedad: tres cuartas partes de la ciudadanía aprueba la gestión del Gobierno nacional para afrontar la pandemia y la imagen positiva es muy elevada en comparación con la mayoría de presidentes de América Latina (68%). A la vez, se comienzan a vislumbrar signos preocupantes en lo que respecta al impacto económico de la pandemia: 4 de cada 10 argentinos manifiestan haber tenido en los últimos meses dificultades para afrontar gastos de alquiler, expensas o impuestos; y la misma proporción ha sufrido pérdida de empleo en su entorno familiar. Y a esto hay que añadirle la cuestión anímica propia de este tiempo complejo e incierto: 6 de cada 10 manifiestan haber sentido afectado negativamente su estado anímico y psicológico.
Junto a la pandemia y la situación económica hay un tercer eje que se configura como clave a raíz de la estrategia obstruccionista y de impugnación total que están adoptando, cada vez con mayor nitidez, importantes sectores de la actual oposición. El no-debate sobre la reforma judicial, la crítica cerrada al manejo de la pandemia, la acusación de autoritarismo y falta de libertades, son un buen ejemplo de ello. Lograr trasladar esa disputa del plano obstruccionista que propone parte de la dirigencia política y mediática opositora al plano del debate político democrático es el tercer frente abierto que deberá afrontar el Gobierno de Alberto Fernández. Conviene recordar que la democracia no es solo poder votar, y tampoco algo que se tiene de una vez y para siempre, sino que es también la construcción permanente de mecanismos para dirimir políticamente el conflicto siempre latente en cualquier sociedad. Esa construcción permanente requiere, hoy, el esfuerzo desde el Estado; pero también desde toda la sociedad, incluida la oposición, por revalorizar la política y poner a la democracia en el centro de la escena. No se trata de colocar a la democracia en el plano simbólico, entendida como oposición al “golpe militar” -donde ya se erige como una conquista de toda la sociedad-. El desafío es situar el concepto en el nivel más concreto de la competencia política, para evitar la apropiación por parte de un sector minoritario (que se autoproclama “la república”) de valores que son mayoritarios, y promover el reconocimiento mutuo del otro como un adversario -alguien con quien combatir en el terreno de las ideas-, y no como un enemigo -a quien se le niega entidad y legitimidad para intervenir en el juego político-.