Por más que los voceros del gobierno ecuatoriano (porque Lenín Moreno no habla ni explica sus acciones) se esfuercen en negar una persecución política, todos los indicios apuntan a una acción coordinada entre los poderes del Estado, medios de comunicación y supuestos líderes de opinión y juristas de la derecha nacional.

Y ahora, tras la visita de Mike Pence, vicepresidente de EE.UU., recibido en Quito casi como Virrey, todo se ha revelado: las órdenes de prisión que salen y saldrían en contra de Rafael Correa, los intentos por entregar a Julian Assange a las autoridades británicas y los acuerdos y convenios de seguridad para sustentar una estrategia de hostigamiento y amedrentamiento a funcionarios del gobierno anterior y voces críticas.

Mientras tanto se pone en marcha un modelo económico neoliberal, se despiden a más de 70 mil empleados públicos, se perdona nueve mil millones de dólares a la transnacional petrolera Chevron, la dolarización corre peligro y los grandes firmas y empresas comienzan a hacer cálculos de sus ganancias para lo que resta del período presidencial de Moreno.

El llamado “Caso Balda” no puede ser entendido fuera de este contexto. Se trata de un acto político morboso: se construyeron las matrices comunicacionales para que los jueces se sientan impelidos a actuar, es decir, pongan en marcha la estrategia jurídica con un único objetivo: aniquilar políticamente a Rafael Correa y condenarlo al ostracismo y con ello tener el campo abierto para la derecha ecuatoriana y el sometimiento del país a los dictados de Donald Trump.

A nadie le cabe duda que Fernando Balda es un uribista confeso; con delitos atribuidos a su autoría y por los cuales ha sido procesado por la justicia de Colombia y Ecuador; articulado a la derecha nacional como lo hizo con Guillermo Lasso y Andrés Páez en la campaña electoral presidencial pasada; y, además, se lo acusa de tener conexiones con mafias y grupos paramilitares. Y es él mismo el que anticipa, en redes sociales, lo que deben hacer los jueces y los medios, sin contar que en declaraciones y exabruptos revela su modo de actuar y sus fobias a todo lo que huela a izquierda o progresismo.

¿No fue con él con quien se dice tuvo una reunión privada el presidente Lenín Moreno –nunca negada por los voceros del Ejecutivo- pocos días después de lo cual se activó el juicio contra Correa? ¿Por qué no se reunió con los abogados del expresidente para tener la versión de las dos partes? ¿O acaso no tuvo información de quienes, como José Serrano, Ledy Zúñiga y Rommy Vallejo sabían sobre el entramado del supuesto secuestro?

En este insólito proceso además se violan varias garantías constitucionales, no solo para Correa como expresidente del Ecuador, sino las formalidades de todo juicio, pero también se dejan de lado aspectos fundamentales de cualquier investigación rigurosa, pues corre la sospecha de que se forjan pruebas y se trastocan términos y hasta funciones de entidades estatales con el perverso fin de condenar al expresidente. ¿No sienta esto un pésimo precedente para el futuro del actual presidente Moreno? ¿Cuando salga del poder podría ser acusado por la muerte de los tres periodistas y los dos ciudadanos que hipotéticamente eran informantes de las estructuras de inteligencia?

Aquí hay una estrategia clara y evidente: descorreizar al Ecuador para garantizar el retorno de una partidocracia –de derechas sobre todo- de nuevo tipo y con unos alcances regionales que involucran la pérdida de soberanía y con ello instaurar una economía a favor de los grupos económicos más poderosos, financieros y empresariales, dejando por fuera el proyecto y programa de gobierno con el cual Moreno ganó las elecciones presidenciales en abril de 2017.

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