Antonio Malo

Cuidado le dé vértigo si se sube al ladrillo, dice la sabiduría popular. También suele decir que para conocer de verdad a alguien hay que darle un poco de poder, y ver en qué se convierte. Tenemos poder cuando podemos afectar, positiva o negativamente, la vida de otras personas. Cuando otras personas dependen de nuestras decisiones y acciones. Habitualmente relacionamos esto con el sector público. Sin embargo, el sector privado también está plagado de espacios de poder, pequeños o grandes, que tienen incidencia directa sobre la vida de la gente: desde el chofer de un bus, pasando por el cajero de un banco o por el servicio al cliente de una empresa de celulares, hasta la gerente de una industria o el rector de una universidad particular.

Las formas de ejercer el poder en nuestra sociedad hablan muy mal de nosotros: se ejerce con una ausencia total de empatía, pero tal vez lo más triste sea la prepotencia y la arrogancia. Los cuatro reales de poder se usan para pasar por encima del resto y para obtener privilegios, jamás asumen responsabilidades, y son pocos quienes de verdad lo usan para servir.

Es difícil entender y descubrir qué nos hace comportarnos así. Una probable hipótesis es que es una herencia de la colonia. Si nos ponemos psicoanalíticos, la gente que maltrata y abusa es quien tiene traumas y sufrimientos inconscientes, terribles y profundos. Claramente somos una cultura traumatizada. El sincretismo cultural que nos gestó y parió como una sociedad mestiza se produjo durante una genocida, brutal y salvaje conquista. Los conquistadores, casi todos hombres, oprimieron, se apropiaron de tierras, robaron, asesinaron, violaron, torturaron y humillaron. Nosotros, cada una de las mestizas y mestizos que ahora vivimos en el Ecuador, culturalmente nacimos de la fusión de las culturas de esos opresores, ladrones, torturadores, asesinos, violadores y humilladores, y de quienes fueron oprimidos, desposeídos, robados, torturados, asesinados, violados y humillados. Somos contradicciones vivientes, somos asesinos y asesinados en un solo cuerpo, en una sola vida.

Los conquistadores, y luego colonizadores, estructuraron la sociedad reproduciendo las formas de organización feudales de su tierra. Sin embargo, al ser gente que venía a buscar lo que allá jamás iba a tener, llevaron al extremo la dominación y división de clases. La estructura de estas nuevas sociedades era más similar a una organización de castas, como la hindú, que a la organización feudal ibérica. La religión fue uno de sus instrumentos de dominación más efectivos, pues trasladaba la culpa de su dominación y sufrimiento a los mismos dominados, y prometía el paraíso si se resignaban a su situación. Las clases dominantes estaban más allá del bien y del mal, la ley no era para ellos, y ejercían su poder con arrogancia y prepotencia. El Estado estaba para ellos y servía para garantizar sus privilegios. Los pequeños puestos de poder y el servilismo eran de las pocas formas de movilidad social. Históricamente es el ejercicio de poder que aprendimos, el que está en nuestros genes culturales, ¿cómo podemos esperar otra cosa?

Cualquier tipo de revolución en nuestro país requiere que nos sanemos como sociedad, como cultura, que el bien común sea lo que nos mueve, que aprendamos a ejercer el poder como servicio. Una revolución radical y democrática requiere también de una revolución cultural, no puede haber la una sin la otra.

 

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