Los escritores son capaces de imaginar la realidad, o de recrearla, actividad que a veces puede ser tan pueril como subyugante. Pero al imaginar esa nueva realidad -ya lo dijo Cortázar- la prefieren muy próxima a lo estrictamente poético. De ahí su insuficiencia y su inutilidad aparentes. El mismo Cortázar se preguntaba, para insistir en el tema: ‘¿Quién de nosotros no ha soñado, en sus días de ambición, con el milagro de una prosa poética, musical, sin ritmo ni rima, lo bastante flexible y lo bastante acusada para adaptarse a los movimientos líricos del alma, a las ondulaciones del ensueño y a los sobresaltos de la conciencia?’ (Obra crítica1994)

Algo de esto ocurrió, en términos del compromiso con el lenguaje y la creación, cuando el escritor Vladimiro Rivas dijo en la presentación de su último libro (11 de septiembre 2019) que a los amigos se les encuentra en el momento que uno ‘está en un hospital, en la cárcel o en el lanzamiento de un libro’. Instalada la reunión de camaradas, las ‘coisas bunitas’ crearon el contexto para destacar la inmensa obra de Rivas, recogida ahora en un importante volumen publicado por la editorial Doble Cara que dirige Sandra Araya.

Interesa destacar la composición liberal del auditorio: algunos escritores que colaboraron con el gobierno de Rafael Correa, y una mayoría de detractores abiertos que ‘combatieron el autoritarismo correista’ desde sus columnas en los diarios y revistas privados, la cátedra universitaria o la burocracia, hasta aquellos que solo se sentaron a esperar ‘para saber qué hacer’ (muy leninista) y en eso siguen hasta ahora.

Rivas comenzó su alocución con la referencia a los ‘18 años del derrocamiento de las torres gemelas’ en Nueva York, como el evento más destacado de la historia contemporánea, pero no hizo referencia al sangriento golpe de estado en Chile, por ejemplo, que habría puesto incómodo a más de uno.

Una vez que se quebró la sensación de una ‘falsa finitud y una falsa finitud dogmática’ (para seguir con Cortázar), la posibilidad de una reflexión sobre la realidad cultural del país fue superada por la ‘necesidad de autorrealizarse’ con la publicación de las obras, la llegada de atentos e imaginarios lectores o el aporte de la crítica especializada. (En la mesa directiva estuvieron ilustrados analistas). Es decir, pasar de la contemplación a la acción autónoma y darle la espalda a la literatura satisfecha.

Este venturoso acto de reafirmación colectiva (o de catarsis) no deja de tener su intríngulis: lo primero, la armoniosa concurrencia, los pasos bien marcados que pusieron una atmósfera de incertidumbre inicial. Superada la conciencia extraña, moros y cristianos llegaron al relajamiento, dando gracias a Dios. No hubo muecas, ni careos. Solo extraños y cordiales disimulos, alguna mirada de soslayo al vecino y pare de contar.

Y, lo segundo, los intelectuales de ese y de este lado, (la línea divisoria se volvió insustancial) ya no deben sentirse solos, ‘porque su soledad es una auténtica falsedad’ (J. Cortázar). Hubo una noción de sobrado y civilizado existencialismo, como si se hubiese tratado de un vicariato que tuvo el propósito único de resaltar exclusivamente lo que importaba: la estética, el lenguaje, lo literario y la voluntad creativa sobre todo.

Sobre todo sin el riesgo de que aparezca algún contestatario de última hora que eche abajo la celebración, como le ocurrió a Marcuse (el ‘padre’ de la nueva izquierda) que fue públicamente reprendido por un joven actor (Daniel Cohn Bendit) que entonando La Internacional irrumpió en la conferencia organizada por la derechista Asociación Italiana de Cultura en el Teatro del Eliseo, acusándole de ser un ‘revisionista’ entregado al capitalismo.

¿Qué les preocupa a los intelectuales y escritores ecuatorianos de ahora, que pudiera interpretarse como parte de su sensibilidad histórica? ¿El compromiso con la literatura y el arte solamente? ¿Cuál compromiso? ¿Nunca más alguna tensión estilística? ¿La ‘esperanza de un mundo en el cual no hubiera más excluidos’? ¿La solidaridad con los desesperados para tratar de rescatar alguna imagen literaria que ahorre más explicaciones y desentenderse de los horrores de las sociedades contemporáneas?

Porque si apelamos a la ‘memoria pensante’, también se debe hacer referencia -por conveniencia ética y de principios- a la misma memoria como pensamiento y promesa. Y eso puede significar salir de la comodidad del lenguaje o de la comodidad de la escritura o de la realidad real, como una sucesión intemporal de hechos que apenas tienen cabida en la ‘penosa reconstrucción del recuerdo’. ¿Volver al viejo planteamiento de la conciencia crítica, que fue el sustento de ciertos teóricos de izquierda? ¿O insistir en ‘la presencia creadora’ del intelectual colectivo’?

Héctor P. Agosti (Ideología y cultura, 1979) señalaba que debe producirse una concordancia entre el sentido histórico y la capacidad de reflexión de los intelectuales y escritores para que pueda gestarse una suerte de necesaria coincidencia. Decía Agosti: ‘Por ello mismo debe rechazarse la idea del intelectual “al servicio del pueblo”. Subyace ahí, a mi juicio, una de las más sutiles falacias burguesas, porque supone algo así como un paternalismo de signo invertido, una gracia que se concedería al pueblo por intermedio de reducidas élites de vanguardia’.

¿Cabe entonces hablar de los intelectuales como ‘especialistas’ que en algunos casos han parcializado su crítica, o en otros la han desestimado de plano para pasar por independientes, de izquierda o de derecha? Porque es aquí, en este sector, donde se han hecho más visibles las mutaciones/gradaciones ideológicas y políticas, casi siempre en el sentido inverso a los hechos históricos, al menos desde el ‘regreso’ a la democracia.

Frente al aparente ‘retraso’ de los intelectuales en relación con los acontecimientos (para seguir con Agosti) y en ocasiones por su falta de actualidad, ‘haycon frecuencia en la obra de arte, y especialmente en la literatura, una función de adivinación que suele ser un adelanto realista, lo cual tampoco es siempre comprendido por las urgencias reales del (sector) político’ de la sociedad.

Las presentaciones de libros u otros eventos parecidos, también pudieran ser examinados como una feliz alegoría o una ‘estrategia necesariamente melancólica’, muy próxima al ejercicio productivo, para disimular las ‘pesadillas del presente’ o desentenderse de la exigencia política de un pronunciamiento que pudiera comprometer su individualidad y su experiencia, lejos de la anterior paradoja de ‘sobrevivir a la cultura riéndose de ella’. ¿Hace falta una lectura contemporánea del pensar?

Lo injusto sería elevar el reproche a la categoría de una burda generalización, cuando han sido los escritores e intelectuales, los de antes y los de ahora, el referente más próximo ligado a la sensibilidad de la sociedad. Y más injusto aún -dice Agosti- reclamarles ‘actualmente actitudes ideológicas que avanzaran más allá de las consentidas por las relaciones de clase’, si acaso se admite todavía la existencia de una lucha clasista.

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