No eran gratuitas ni fortuitas las palabras de Donald Trump en New York, el 24 de septiembre pasado: “Estas ideologías totalitarias, combinadas con la tecnología moderna, tienen el poder de ejercer nuevas y perturbadoras formas de represión y dominación” y advirtió sobre el “espectro del socialismo”, como “el destructor de naciones y de sociedades”.
Todo lo ocurrido en octubre y lo que va de noviembre se podría explicar por ahí. La naturaleza de la reacción derechista de Chile, Ecuador, Bolivia, Colombia y Brasil, por solo mencionar los países donde se asiente la mejor y más descarada expresión de su violencia, da cuenta del sentido de esas palabras de Trump.
En estos momentos entran en discusión algunos temas pendientes en el análisis político de nuestras realidades, tras más de una década de gobiernos progresistas. Uno de ellos es la debilidad de la organización social, el rol que juega la clase media al momento de afrontar nuevos retos y desafíos sociales y, por qué no: ¿por qué el marco democrático nos resulta estrecho para profundizar la misma democracia, las transformaciones y los cambios necesarios, no para llegar al socialismo necesariamente, sino para generar bienestar social generalizado?
Estados Unidos y sus aliados en América Latina no quieren y no van a dejar que un mínimo de democracia (dígase ganar las elecciones) permita la presencia de líderes y gobiernos progresistas. Si en Ecuador permitieron el triunfo de Lenín Moreno, en febrero de 2017 y su posesión en mayo de ese año, fue porque ya sabían qué rumbo tendría su gestión y seguramente ya habría pactado todo lo que vino después. Si en Argentina han “dado paso” a la sucesión con Alberto Fernández es gracias al fracaso de Mauricio Macri y a la enorme distancia que sacó el Frente de Todos ante a Cambiemos. Y si en Chile permite una “oxigenación” de Sebastián Piñera es gracias al control militar y económico de todo el sistema, que de paso no facilitará una Constituyente para desmonte las estructuras del pinochetismo. Si la liberación de Lula fue un triunfo moral y simbólico, muy pronto harán de él un blanco de otro tipo de persecuciones y linchamiento mediático.
La violencia en la represión en Ecuador, Haití y Bolivia, las masacres en Colombia, el modo de perseguir y someter a las organizaciones sociales en Brasil, revelan una acción programada, bien articulada, para impedir que el progresismo desmonte el ajuste neoliberal. No basta con llamar a perseguir a cubanos, venezolanos y nicaragüenses.
Ahora también se trata de impedir que la verdad prevalezca. Y para eso la prensa está jugando un papel tenebroso: legitima golpes de Estado bajo el supuesto de fraudes nunca comprobados; estigmatiza la protesta social acusando de violencia, vandalismo, terrorismo y rebelión; ya se le agotó el libreto de la corrupción para perseguir, enjuiciar y encarcelar a líderes políticos, ahora acusan de rebelión (como pasa con Paola Pabón, Virgilio Hernández y Cristian González en Ecuador y en su momento fue Milagro Sala en Argentina) y con eso quieren encerrar hasta por diez años a esos actores políticos de oposición al FMI; y exacerban un racismo impresionante en países con alta población indígena para bloquear demandas sociales desde los sectores pobres. ¡¿Y qué decir de la aporofobia generalizada en todo el continente?!
Hoy por hoy estamos frente a un escenario ya anticipado y advertido por algunos expertos en el análisis político: un neofascismo sin precedentes. No solo hay que prepararse para una ofensiva más intensa contra la lucha social, el pensamiento crítico y los medios alternativos. Ahora también está en duda el mismo marco democrático como garantía para la existencia de los actores sociales, partidos y movimientos, como ya ocurre en Colombia. Y tampoco hay que dejar de contar con la posibilidad de una invasión militar en Cuba, Venezuela y Nicaragua.
No eran gratuitas ni fortuitas las palabras de Donald Trump en New York, el 24 de septiembre pasado: “Estas ideologías totalitarias, combinadas con la tecnología moderna, tienen el poder de ejercer nuevas y perturbadoras formas de represión y dominación” y advirtió sobre el “espectro del socialismo”, como “el destructor de naciones y de sociedades”.
Todo lo ocurrido en octubre y lo que va de noviembre se podría explicar por ahí. La naturaleza de la reacción derechista de Chile, Ecuador, Bolivia, Colombia y Brasil, por solo mencionar los países donde se asiente la mejor y más descarada expresión de su violencia, da cuenta del sentido de esas palabras de Trump.
En estos momentos entran en discusión algunos temas pendientes en el análisis político de nuestras realidades, tras más de una década de gobiernos progresistas. Uno de ellos es la debilidad de la organización social, el rol que juega la clase media al momento de afrontar nuevos retos y desafíos sociales y, por qué no: ¿por qué el marco democrático nos resulta estrecho para profundizar la misma democracia, las transformaciones y los cambios necesarios, no para llegar al socialismo necesariamente, sino para generar bienestar social generalizado?
Estados Unidos y sus aliados en América Latina no quieren y no van a dejar que un mínimo de democracia (dígase ganar las elecciones) permita la presencia de líderes y gobiernos progresistas. Si en Ecuador permitieron el triunfo de Lenín Moreno, en febrero de 2017 y su posesión en mayo de ese año, fue porque ya sabían qué rumbo tendría su gestión y seguramente ya habría pactado todo lo que vino después. Si en Argentina han “dado paso” a la sucesión con Alberto Fernández es gracias al fracaso de Mauricio Macri y a la enorme distancia que sacó el Frente de Todos ante a Cambiemos. Y si en Chile permite una “oxigenación” de Sebastián Piñera es gracias al control militar y económico de todo el sistema, que de paso no facilitará una Constituyente para desmonte las estructuras del pinochetismo. Si la liberación de Lula fue un triunfo moral y simbólico, muy pronto harán de él un blanco de otro tipo de persecuciones y linchamiento mediático.
La violencia en la represión en Ecuador, Haití y Bolivia, las masacres en Colombia, el modo de perseguir y someter a las organizaciones sociales en Brasil, revelan una acción programada, bien articulada, para impedir que el progresismo desmonte el ajuste neoliberal. No basta con llamar a perseguir a cubanos, venezolanos y nicaragüenses.
Ahora también se trata de impedir que la verdad prevalezca. Y para eso la prensa está jugando un papel tenebroso: legitima golpes de Estado bajo el supuesto de fraudes nunca comprobados; estigmatiza la protesta social acusando de violencia, vandalismo, terrorismo y rebelión; ya se le agotó el libreto de la corrupción para perseguir, enjuiciar y encarcelar a líderes políticos, ahora acusan de rebelión (como pasa con Paola Pabón, Virgilio Hernández y Cristian González en Ecuador y en su momento fue Milagro Sala en Argentina) y con eso quieren encerrar hasta por diez años a esos actores políticos de oposición al FMI; y exacerban un racismo impresionante en países con alta población indígena para bloquear demandas sociales desde los sectores pobres. ¡¿Y qué decir de la aporofobia generalizada en todo el continente?!
Hoy por hoy estamos frente a un escenario ya anticipado y advertido por algunos expertos en el análisis político: un neofascismo sin precedentes. No solo hay que prepararse para una ofensiva más intensa contra la lucha social, el pensamiento crítico y los medios alternativos. Ahora también está en duda el mismo marco democrático como garantía para la existencia de los actores sociales, partidos y movimientos, como ya ocurre en Colombia. Y tampoco hay que dejar de contar con la posibilidad de una invasión militar en Cuba, Venezuela y Nicaragua.