Álvaro Samaniego

El título propone una dificultad de comprensión y está escrito a propósito porque el ecosistema digital, en el que somos recién llegados, comporta otras tantas dificultades que nos obligan a vivir un estado permanente de alfabetización –o de eliminar el analfabetismo digital-. Esta es una urgencia.

Urgencia porque gracias al analfabetismo digital del Ecuador, en particular, se distorsionaron de tal manera las políticas del gobierno de Rafael Correa en torno al manejo del endeudamiento externo que la mayoría de la población condena las deudas de sus gobiernos y aplaude las deudas de Lenín Moreno. Esto solo como un ejemplo de la coyuntura.

El manoseo de la comunicación –y, por ende, la falta de ética- es una arma política poderosísima capaz de destruir aquello en lo que pone la mira. Ya está harto claro que los grupos de poder aprendieron rápido como mangonear al periodismo o someterlo para convertirlo en una lancha de desembarco con la que conquistar cabezas de playa.

En esta preocupación también se halla el International Center of Journalism que, en asociación con Unesco, ha publicado “Ética Periodística en la Era Digital”, documento escrito por los renombrados Javier Darío Restrepo y Luis Manuel Botello.

A pesar de que la edición no está bien cuidada, la sustancia está intacta: cuando ganaron Donald Trump en Estados Unidos, el Brexit en Inglaterra y el “No” en el plebiscito colombiano (contra la Paz) fue evidente que algo en el periodismo se había quebrado.

El periodismo, aquella profesión mística que busca dar a luz la verdad, que se hace responsable de sus palabras, que asegura su independencia y que es transparente con las audiencias, había sido vencido malamente por la posverdad.

La Real Academia Española reconoce que es un término que se origina en el inglés y lo define como “Distorsión deliberada de una realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales”.

Los expertos han advertido que la revolución digital llegó sin reglas legales, lo que ha creado “… una incertidumbre que pone en duda la sostenibilidad de los medios y la libertad de expresión. La llamada neutralidad de Internet aún es amenazada sin que los medios hayan desarrollado un modelo de negocios y sin que existan leyes adecuadas para los nuevos tiempos, leyes que eviten el monopolio de los medios y/o el Internet como plataforma de comunicación”.

Si el periodismo no ejerce un contrapeso a la posverdad habrá perdido una de sus responsabilidades contemporáneas, que es informar con verdad para que las medias verdades, las verdades acomodadas y la manipulación directa sucumban frente a capacidad crítica de las audiencias.

Según los autores: “En nombre de la imparcialidad o la objetividad se le niega al lector, oyente o televidente, la ayuda que se le debe y que consiste en señalar inconsistencias, contradicciones, errores, mentiras o vacíos en el discurso de los interlocutores”.

Dicen, además, que: “Los políticos y otros grupos de interés han aprendido esto mucho mejor que los periodistas y medios, quienes son rebasados y manipulados por estos mensajes” y, al mismo tiempo, muchos periodistas han probado el sabor del poder político y se han dejado seducir por él.

Hay cuatro acciones inmediatas que Restrepo y Botello proponen: publicar las noticias falsas y enfrentarlas a la verdad; formar audiencias más críticas; desarrollar modelos académicos para estudiantes y maestros; y, fortalecer el periodismo de investigación.

Posverdades como “la carretera que no lleva a ninguna parte” son muestras claras. A saber: el presidente del Ecuador, Lenín Moreno, declara que el expresidente Rafael Correa, en su gobierno, construyó una carretera en la frontera norte que no va a ninguna parte. Los medios de comunicación privados y gubernamentales hacen coro. Semanas después, el presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, afirma que tal vía formaba parte de un plan binacional; la prensa privada y gubernamental guarda silencio.

Los autores citan a Ryszard Kapuscinski, quien ha enseñado que “informar es explicar lo que pasó y la importancia que eso tiene para el país, la región o el mundo. Pero resulta que nos encontramos con la cabeza llena de cientos de pequeñas informaciones superficiales, a través del peligroso desarrollo de la información electrónica e instantánea por la que tanta gente se emociona y agita, y al final te encuentras con que tienes mucha información que no te dice nada, y entre más información recibes, menos entiendes. En ese sentido informar es desinformar y, para mí, informar es acercar al lector al entendimiento del mundo”.

Y concluye: “De ahí́ la dimensión humanística del periodismo que es tratar de hacer al mundo más comprensible, porque si nos comprendemos somos menos enemigos; si nos conocemos estamos más cerca el uno del otro. La experiencia de tantas guerras y revoluciones como he vivido me ha enseñado que mucho del odio, del conflicto, de la enemistad, surge de no conocerse, de no entenderse”.

Para, al final, ratificar que el periodismo necesita verdad, independencia y compromiso social. Todo el resto será, tomando las ideas de Carol Murillo, el imperio de la bilis.

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