En este año que ya está terminado, y de forma cada vez más acelerada en estos últimos meses, hemos asistido a una verdadera explosión de protestas alrededor de todo el planeta.

En principio sólo existirían dos antecedentes en cuanto a olas globales de características similares: la ocurrida a mediados del siglo XIX y que tuvo su origen en una mala cosecha de papas en Irlanda, y la que tuvo lugar entre fines de los años ’60 y principios de los ’70 del siglo pasado, simbolizada en el Mayo Francés. La difusión internacional de la protesta se concretó, en el primer caso, en medio de una profunda crisis del sistema capitalista, en tanto que en el segundo, se produjo como respuesta a una fenómeno cada vez más amplio de desaceleración económica y de aumento del costo de vida. Ambas condiciones se encuentran presentes en la actual situación económica global.

En 2019 las movilizaciones se produjeron con distinta intensidad y duración en lugares tan distintos y tan distantes como Francia, España-Cataluña, Reino Unido, Hong Kong, Líbano, Irán, Irak, Argelia, Somalia, Georgia, Guinea, etc. En tanto que, en América Latina, las protestas fueron notorias en países como Venezuela, Ecuador, Bolivia, Chile y últimamente también en Colombia. Pero también, y sin tanta visibilidad en medios masivos, se observaron en Haití, Guatemala, Costa Rica, etc. Las razones de las protestas son totalmente variadas.

Así, en Bolivia se produjeron en torno al proceso electoral por un nuevo mandato de Evo Morales, en una situación similar a la que se desarrolló en Argelia en contra del presidente Abdelaziz Buteflika, quien se vio forzado a renunciar en el pasado mes de abril, y contra la reelección del mandatario indonesio Joko Widodo. De igual modo, en Venezuela, el punto álgido de las movilizaciones ocurrió frente al inicio del nuevo período de Nicolás Maduro.

En Ecuador, el aumento del precio del combustible y la consecuente suba del costo de vida, disparó las protestas sociales, en una situación compartida con Francia y con Irán, dos escenarios donde el descontento amplió los límites iniciales de la movilización social. Por otra parte, en Chile, un contexto parecido favoreció la suba del boleto del metro y, con ello, el nacimiento de un amplio y cada vez más profundo proceso de protesta social que derivó en un severo cuestionamiento hacia el gobierno e incluso hacia la Constitución que todavía sigue vigente como principal herencia de la dictadura pinochetista.

En Hong Kong, las protestas se originaron en la aprobación de una medida de gobierno que posibilitaría extradiciones a China de criminales, pero también de activistas sociales y políticos. En Cataluña, las violentas movilizaciones se produjeron cuando se dieron a conocer las sentencias en contra de los líderes independentistas de esta región de España. En Somalia, las protestas se produjeron frente a la creciente represión policial y tuvo como detonante la muerte accidental de un taxista a manos de un gendarme. En tanto que en Líbano las movilizaciones surgieron ante la posible creación de un impuesto generalizado por el uso del whatsapp…

Como se puede observar, y más allá de las similitudes, no existiría un patrón ideológico común en esta ola global de reacciones ciudadanas, a diferencia de los ocurrido con la Primera Árabe diez años atrás, o frente al levantamiento de la Europa del Este contra el comunismo hace tres décadas, o respecto al movimiento contrario a los regímenes militares vigentes en Suramérica hace 40 años.

Para algunos especialistas, esta oleada constituye una auténtica “democratización de la protesta social”, ya que es la primera vez que se produce al mismo tiempo en todas las áreas del globo y bajo todo tipo de sistema político: en regímenes democráticos claro está, pero también como desafío visible a gobiernos autoritarios y fundamentalmente represivos. En tanto que la viralización de las protestas a través de las redes sociales y de los medios masivos, se convierten en factores fundamentales para su constante irradiación.

Otros elementos en común estarían dados por un cambio profundo en la relación del ciudadano con el Estado y con el poder político, debido a la frustración cada vez más profunda con los gobiernos y con las mal llamadas “élites políticas”, a las que acusan de no dar respuesta a sus demandas y necesidades.

En América Latina, esta condición tiene sus agravantes si consideramos además el aumento de la desigualdad, el aumento de la brecha entre los más ricos y los más pobres, el paulatino empobrecimiento de las clases medias y el crecimiento de aquellos grupos vulnerables o directamente no incorporados al sistema económico. Mayormente afectados resultan los jóvenes frente a las crecientes dificultades para su inserción laboral en empleos de calidad y que les asegure una proyección de mediano plazo, sobre todo, en el caso de los graduados universitarios.

En 1849 el ensayista estadounidense Henry David Thoreau publicó Desobediencia Civil, su obra política más conocida. Afirmaba allí que “Todos los hombres reconocen el derecho a la revolución; es decir, el derecho a negarse a la obediencia y poner resistencia al gobierno cuando éste es tirano o su ineficiencia es mayor e insoportable”. Expresiones que hoy, en 2019 y a más de siglo y medio de su composición, tornan vigente e ineludible la lectura e interpretación sobre este conflictivo presente.

Por Editor