Los años que transcurrieron entre 2010 y 2019 no deberían ser recordados como la “década ganada” o la “década perdida”. Si analizamos con detenimiento, no se logró ni lo uno ni lo otro… al menos no sucedió con la contundencia necesaria que no errar nuevamente.

En menos de tres años, Lenin Moreno le puso “lo agrio” a la década. Su gobierno acabó con procesos que implicaron muchos esfuerzos y sacrificios individuales y colectivos. Y lo hizo con una facilidad tal que su capacidad destructiva será aquello que le permitirá ser recordado por esa historia que nunca se escribe pero que los pueblos si recuerdan en carne propia.

Admitámoslo, “lo dulce” de la década no lo fue tanto. Si lo hubiese sido, la mayoría de ciudadanos no  permitiría que las “conquistas sociales” sean desmanteladas sin mayor esfuerzo por un gobierno que no tiene clases ni elites que lo respalden. Su poder no está en ninguna “banda”, entendida ésta como argolla oculta o trozo de tela retórico.

El poder de un gobierno que hace lo que quiere emerge de la incapacidad de los ciudadanos para ubicar qué está sucediendo y para actuar en correspondencia con sus intereses.

En la práctica, la “transición” se convirtió en un período en el cual muchos prefieren “dejar hacer y dejar pasar” en espera de que él se vaya y venga otro. Ese otro, sin embargo, ya no es apreciado ni siquiera como “un salvador”. La apatía es tal que ese personaje parecería haber desaparecido de la imaginación de un pueblo que, mientras no se demuestre lo contrario, se ha sentado a esperar el arribo de la extrema derecha a la presidencia en el 2020.

La izquierda, también, está esperando. Por eso, quizás, no dice mucho. Como siempre, los comandantes sobran y los militantes faltan.

Nuestros “presidenciables” prefieren no quemarse. Prefieren no cuestionar públicamente las arbitrariedades del régimen quántico… para no llamar la atención, para que no los persigan, para que no los encarcelen, para que “les dejen” ser candidatos.

Ellos son demasiado importantes para “exponerse” en este instante. La táctica de la victoria consiste en no decir ni hacer nada hasta que se vaya un gobierno sin escrúpulos.

Para quienes vivimos entre millones de ecuatorianos que somos prescindibles, sin embargo, “lo agrio” no puede ser olvidado y debe ser denunciado… aunque sea para sentir que hacemos algo mientras “los líderes” siguen imaginando que serán presidentes o asambleístas.

En sus inicios, la “década agridulce” auguraba transformaciones beneficiosas para los ecuatorianos más necesitados. Ni por aquel entonces ni ahora, todo lo que sucedía me pareció que era lo óptimo. Muchas cosas me desagradaban, especialmente, por sus sesgos curuchupas y autoritarios. Sin embargo, incluso con todos esos reparos, se debe admitir que, por lo menos, la década no comenzó con la sensación de que todo sería peor a futuro.

Entre 2010 y 2011, por ejemplo, la tasa de crecimiento del Producto Interno Bruto (PIB) real pasó del 3,5% al 7,9%; la inversión pública aumentó del 9,4% al 11,4% como porcentaje del PIB; y la desigualdad social disminuyó 0,50 al 0,47 según el coeficiente de Gini.

Estos u otros hechos similares generaron tendencias estructurales favorables al incremento del empleo, la única variable macroeconómica cuya importancia las personas entienden sin mucho esfuerzo. Todo aquello, sin embargo, se volvió historia.

Al final de la “década agridulce”, las familias solo esperan mayores dificultades. Ni siquiera los discursos motivadores pueden disipar esa sensación, aunque se esfuercen por repetirlos incesantemente los medios de comunicación que defienden el status quo.

Incluso entre esas clases medias que se perciben a sí mismas como blancas, educadas e imprescindibles, las familias temen que los esposos, padres o hijos sean “notificados” en el último día de trabajo de diciembre. Eso ya pasó, ese es el rumor, eso se espera.

También, entre quienes viven quejándose de que los extranjeros trabajan aquí a cambio de un salario miserable, la desesperanza aflora.. y emerge en tal forma que muchos ecuatorianos preparan maletas para migrar a cualquier país donde la derecha xenófoba no se haya tomado el poder todavía.

Esas familias cuentan los días y rezan para que los países desarrollados no implementen controles más estrictos hasta que sus migrantes puedan arribar allá. Eso ya está pasando.

Simplemente, la contracción económica generada por el gobierno de Lenin Moreno no perdona a nadie. Tampoco concede tiempo para crear opciones de supervivencia.

Al finalizar la “década agridulce”, en las reuniones escolares de familias que imaginan ser descendientes de alguna madre patria europea, los padres conversan sobre los chicos que se retiraron para hacer “home schooling”, un neologismo utilizado para suavizar y ocultar la incapacidad para pagar la colegiatura en instituciones privadas.

También, mientras se quejan sobre lo que “el gobierno no hace nada”, esas familias intercambian información sobre opciones para afrontar los costos de la universidad y comentan sobre los parientes que estarían dispuestos a recibirlos en otros países.

En una frase, las familias presienten que lo peor está por venir.

La educación, la salud, los derechos… ya no son de todos. La “década agridulce” culmina implacable…. implacable porque, admitámoslo, la dignidad no es costumbre en Ecuador.

Ojalá lo sea algún día… quizás después de sentir todo el rigor de la restauración neoliberal.

Por Editor