La pregunta no es cómo no nos dimos cuenta. La pregunta es cómo aguantamos tanto. Tal vez la respuesta está en el imbunche.
Ese mito del mundo rural chileno (de Chiloé) sobre un niño raptado por las brujas, al que se quiebra su voluntad quebrándole sus huesos, se deforma su dignidad con costuras que cierran sus ojos y orejas, se cose su cabeza al revés, para que camine hacia atrás, y se ata una pata a su espalda, para que camine entre sus manos. Así describía en 1985 Ariel Dorfman lo que la Junta Militar y Pinochet habían hecho con Chile y los chilenos y chilenas, porque, quebrados o no sus huesos, los hijos e hijas de esa dictadura somos, en cierto modo, imbunches. Pegotearon nuestra sociedad con terror y deuda. Han pasado 30 años desde que nació el último hijo de esa dictadura. Dos generaciones han nacido ya sin el miedo deformando sus huesos y hoy, están todos y todas de vuelta en las calles marchando por sus derechos.
El Gobierno de Sebastián Piñera, heredero de ese pinochetismo y que hasta hace poco pontificaba con la palabra democracia, decidió inmediatamente, el primer día de esta primavera, renunciar a ella y volver a hacer del terror el cemento de la sociedad chilena, y les ha declarado la guerra a los ciudadanos y ciudadanas. Ha criminalizado el movimiento social, primero, cerrando la puerta del metro subterráneo a todos y todas, porque todos y todas son evasores, reprimiendo después con toque de queda y militares en las calles a todos y todas, porque todos y todas son saqueadores, y ahora con la policía castigando a los que marchan con bombas y balines, que ha dejado a varios cientos entre mutilados y tuertos, como si quisieran arrancarles de la patria sacándoles los ojos. Pero no saben que la patria no está en uno, ni en dos ojos. Está en todos los ojos. Y es que hasta hace un tiempo Chile era el país de los ciegos donde el tuerto quedaba preso. Pero eso también cambió.
Octubre de 2019 quedará en la historia de Chile como el día en que la gente salió a encontrarse en su propia democracia. El del afán de un pueblo por levantarse en los hombros de una constitución que ahora puedan sentir como propia. Porque a la calle salieron todos y todas. Las generaciones que nacieron sin miedo, después de la dictadura, pero también las valientes que tuvieron que superarlo, porque siguen siendo hijas de esa dictadura. Más valientes todavía, porque durante estas semanas, el Gobierno de Sebastián Piñera revivió en nosotros el trauma del terror.
Piñera ha barbarizando a su pueblo, ha criminalizado al movimiento social, y con ello a renunciado a la democracia. Porque la movilización, así como votar y participar, es una de las expresiones más prístinas de la democracia. Muchos han querido justificar la violencia del Estado como violencia legítima, frente a las protestas ilegítimas de los ciudadanos. Pero esa máxima webereana tiene una cláusula. El Estado para mantener su legitimidad, debe asegurar el bienestar de su pueblo. De otro modo, su violencia será ilegítima y la legitimidad volverá a ser la expresión del pueblo.
Por eso debemos urgentemente devolver el bienestar a la gente. Quitar a los chilenos y chilenas la esclavitud de la deuda personal, y hacer que el Estado crezca y haga su trabajo. El Estado puede endeudarse y debe endeudarse por sus habitantes, así como un padre se endeuda, si no tiene dinero, para comprar los remedios para sus hijos. No es irracionalidad. Es responsabilidad. Y Chile tiene un equilibrio fiscal que le permitiría hacer eso sin hipotecar su futuro. Ese es el primer paso. El segundo, el Estado debe reconstruir sus reglas, porque en Chile hace siglos que ganan los mismos. Necesitamos una nueva constitución, y eso Piñera lo puede despachar inmediatamente a discusión, en una tramitación cortísima que permita llamar a un plebiscito. Si el primer paso es dignidad, el segundo es democracia. Hay que dar los dos juntos en un salto hacia un Chile mejor. Un Chile de los y las libres.*