La persona en el más alto cargo de una nación está obligada a hablar, a debatir, a generar ideas y propuestas para sus compatriotas y para el resto del mundo. Y cuando oímos de esa autoridad frases y pensamientos sexistas, xenófobos, machistas, discriminatorios hay un problema para el país y para la democracia.
Ya parece normal escuchar a ciertos mandatarios referirse a las mujeres o a los extranjeros con estigmas, estereotipos, acusaciones abiertas y veladas, revelando sus fobias o sus taras. Lo hacen en público, sin vergüenza o con un dejo de filósofos de autoayuda barata.
Jair Bolsonaro o Donald Trump, Lenín Moreno, Iván Duque o Matteo Salvini son el mejor ejemplo de esa condición depredadora del símbolo social y democrático del cargo presidencial de cualquier nación. Parecería que se han puesto de moda, que sus ofensas pasan impunes y se creen inmunes porque consideran que se “conectan” con ese universo machista y racista, excluyente y patriarcal, del cual el mundo intenta salir desde diversos actores, organizaciones, partidos y también países.
Son esos personajes que se autoproclaman antipolíticos. Los mismos que hicieron campañas electorales buscando poder y confiesan detestarlo. Y también son los que cenan, pasean o pactan con empresas, embajadas y hombres de negocios. Es más, se declaran emprendedores o empresarios prósperos que administran el Estado como una compañía de sociedad anónima.
Hace poco uno de esos presidentes tuvo la osadía de legitimar a un supuesto presidente de otra nación en su propio congreso. Otro de ellos hizo el ridículo de categorizar a los acosadores entre guapos y feos, culpabilizando a las mujeres de solo denunciar a los poco agraciados físicamente, con quienes “se ensañan”, y de liberar de responsabilidades a aquellos “bien presentados de acuerdo a los cánones”.
Entonces, salta la pregunta: ¿cómo se calla a un presidente de este tipo? La política es hablar, pensar, colocar ideas en el debate público y, por tanto, los mandatarios y políticos en general están obligados a hablar, aunque parezca obvio. Pero ahora, al menos en el Ecuador, los allegados al mandatario de este país lo están obligando a callarse o a leer todo lo que vaya a decir para no “embarrar” sus discursos y apariciones públicas.
La pedagogía política ha perdido décadas con estos mandatarios. Atrás ha quedado el valor de la formación académica y el pensamiento complejo para quien aspira a la Presidencia. La palabra se erosiona y se degrada. El discurso pierde valor político. La relación con el pueblo desde la tarima se convierte en un espectáculo. Y ahora solo hay atención sobre el error y no sobre la sabiduría. Quienes dicen detestar la política ahondan ese sentimiento con cada exabrupto.
Y si hay que callar a los presidentes, a estos presidentes, entonces no hay motivo para la exaltación de la política como la herramienta de la democracia y de la comunicación entre los ciudadanos. Es deseable que las nuevas generaciones entiendan que en la actualidad vivimos la tragedia de oradores con deficiencias intelectuales y republicanas para hablar con los ciudadanos. Y ojalá también sea un buen motivo para regenerar y revalorizar el discurso y la palabra.