Por Andrea Ávila
Lloré por Diego tantas veces. Como muchos. Lágrimas de alegría por su fútbol, sus goles, sus regresos, sus resucitaciones. Esos diez minutos contra los ingleses son inolvidables no solo por la calidad enorme de su fútbol, sino por lo simbólico: ustedes lo inventaron, él lo llevó a otra dimensión; ustedes nos robaron Las Malvinas (porque no solo son argentinas, son latinoamericanas), él les hizo dos goles: uno de mano que representa, como bien lo explica De Certau, la estrategia de lo popular contra el poderoso, y el otro que ha sido calificado como el mejor del mundo. Ese día no solo se trató de fútbol, fue revancha política. Y, así, Diego no dejó dudas de que era el mejor de todos los tiempos.
Lloré con él cuando en 1990, con el tobillo hinchado, perdió la final, gracias a un penal inexistente. Y volví a llorar cuando le cortaron las piernas en el 94, ante un dopaje por efedrina que siempre sonó a complot porque él, tan político, no se midió al manifestar que era muy zurdo, rojo, amigo de Fidel y de Cuba, justo antes de comenzar el mundial en Estados Unidos.
Como tantos maradonianos, sufrí con sus caídas, sus enfermedades, sus tratamientos de desintoxicación. Como a tantos maradonianos me han dolido los momentos más sombríos de su vida privada. ¿Cómo ser feminista y maradoniana? ¿Por qué no serlo? ¿Hay contradicción?
Por supuesto que sé dónde radican los machismos. Es claro que tengo identificadas las estructuras del patriarcado. Es obvio que muchos hechos de Diego Maradona revelaron esa estructura nociva que nos atraviesa y con la cual fuimos criados. Ahí están las leyes y los jueces para que den veredicto. Pero, bajo ningún motivo, tengo como lema aniquilar la vida de nadie por revancha. Y lo digo desde la consciencia que me da la herida de mi historia personal. Así como no quiero que se niegue mi voz ni mi relato, tampoco me posiciono en contra de quien tuviera la posibilidad de resurgir desde sus tinieblas más personales. La gran deuda social quizás sea esa: vemos todo de manera dicotómica y tratamos de ocultar las sombras de aquellos a quienes aplaudimos por sus aciertos. Queremos ídolos que sean dioses impolutos, no queremos seres humanos que nos revelen nuestras propias contradicciones. Si fuésemos más propensos al equilibrio, pediríamos juzgar lo que amerite, e impulsar -por respeto a la vida y al ser- la capacidad de recomposición si estuvimos rotos.
Diego fue más que un jugador de fútbol, fue un gran político, como lo dijo Lula para recordar su vida y en medio del dolor por su muerte. Si Diego hubiera girado a la derecha y se hubiera aliado con los grupos de poder, con las mafias del deporte, probablemente mucho de su vida hubiera sido ocultado. Diego optó por un discurso político que lo situaba a la izquierda: nunca perdió noción de dónde venía y a quién se debía, se puso al frente de la defensa de la soberanía latinoamericana, de los humildes, los trabajadores, los pobres, los desaparecidos.
Diego es el símbolo cultural más importante de la historia argentina del último medio siglo, como bien lo dijo Pablo Alabarces. Diego no es producto de la academia, la intelectualidad o el arte, él salió de Villa Fiorito a patear pelotas, e hizo todo lo que hizo jugando al fútbol. ¿Es eso lo que pesa? ¿Que su genialidad radicó en sus gambetas y que desde ahí se erigió en sinónimo de lo nacional? Lo nacional no desde la élite; lo nacional desde lo plebeyo, lo popular, lo despreciado.
Diego fue lo que fue porque nos evidenció las más fuertes referencias: las del pueblo, sus representaciones, dolores, discursos, estrategias. Él, que estuvo en la cima, que ganó todos los premios, no se casó con el poder ni con los poderosos, él siguió de la mano de quienes legítimamente compartían sus tristezas y alegrías, sin pedirle nada, porque se le agradecía todo.
¡Hasta siempre, Diego!