Por Andrea Ávila

Mi tío abuelo jesuita me enseñó, desde muy chica, a no seguir ningún mandato católico porque no se puede juzgar la vida ni la realidad bajo los preceptos de los textos que guían una profesión (así la llamaba). “No puedo aplicar -me decía- las bases del sacerdocio y sus libros para determinar lo que todo el mundo debe o no debe hacer”. Mi tío abuelo jesuita se doctoró en Derecho Canónico en Roma y conocía muy bien las escrituras, sus orígenes, su interpretación y desde ahí respondía mis preguntas o inquietudes, y decidía darme la libertad de buscar antes que encorcetarme bajo la rigidez de manuales que debían seguirse al pie de la letra. Gracias a él tengo una práctica espiritual, pero no profeso ninguna religión.

Él impidió que mis papás me inscribieran en un colegio católico y que me catequizaran. Cuando mi familia decidió que era tiempo de hacer la primera comunión, le pidió a una monja seglar que me contara sobre los ritos de la misa y la compasión que florecía en el Nuevo Testamento. Confirmación no hubo. “¿Para qué?”, decía. Tampoco matrimonio. Es más, aplaudió y defendió que no me casara y que tuviera convivencias libres que me permitieran salir de ellas cuando quisiera. Si alguien decidía optar por el matrimonio, ofrecía las misas más bonitas, sin versículos que infundieran miedos o hablaran de castigos, prefería aquellos donde la bondad y la gratitud se manifestaran. Me gustaba mucho escuchar sus misas, almorzar con él, caminar entre las cúpulas de las iglesias de Quito, entrar a los conventos, admirar su hermosa biblioteca de libros en latín… Y ese hombre, como humano, también cometió “fallos” que nunca negó, pero que tampoco hizo públicos.

Recuerdo a mi tío abuelo con relativa frecuencia, sobre todo cuando el fervor católico se activa en contra de las “leyes de los hombres”. Sé que todo radica en quien sea tu confesor, en quien te explique y te guíe acerca de las dudas del espíritu. La forma de ejercer la fe depende de si tienes un adoctrinador que sigue textualmente las escrituras o si, por el contrario, es alguien que te explica que las escrituras se estudian, se interpretan y se aplican para quienes quieren profesar el catolicismo y no para los demás.

Una ley a favor del aborto es necesaria y urgente, un derecho para el cual no se puede esperar más. Si su fe le impide abortar: no lo haga, pero no intente imponer sus creencias a los demás. “No se puede juzgar la vida y la realidad desde los preceptos de una profesión”, decía mi tío jesuita y se refería específicamente a eso: a la separación de Estado e Iglesia, a que no sea la Biblia ni otro texto sagrado el que rija a la sociedad, sino que se circunscriba al quehacer católico y a los católicos. E incluso ahí, él encontraba la manera de alejar la culpa y el miedo, de brindar al otro tranquilidad de espíritu.

Así también sustentan su postura a favor del aborto los grupos de “Católicas por el derecho a decidir”, porque la Biblia no prohibe el aborto ni condena a las mujeres que se lo practiquen. Es más, en el Pentateuco[1] (Números 3:40), los menores de un mes de nacidos no eran considerados personas, por eso no ingresaban al registro de los censos (qué decir de fetos y embriones).

En la Biblia existen tres menciones al aborto: dos en el Antiguo Testamento y uno en el Nuevo Testamento. En el Éxodo (21:22-23) si un hombre hiere a la mujer embarazada de otro y en la agresión ella pierde su hijo, el agresor debe indemnizar monetariamente al esposo. Pero si la mujer muere, el agresor debe pagar con su vida. Es decir, la vida de la mujer por encima de la del feto. Es decir, las dos vidas no pesan igual.

La segunda mención. Si un hombre siente celos de su esposa o tiene dudas (no pruebas) sobre la paternidad del hijo que ella espera, puede solicitar la ordalía para confirmar la infidelidad. La ordalía es una prueba ritual usada en la antigüedad para establecer la inocencia de los acusados. En Números 5: 11-34 se establece que el marido podrá llevar a su esposa ante un sacerdote para que este le dé aguas amargas (agua con “cadaverina”, un elemento que se encuentra en la materia orgánica muerta)[2], las cuales le causarán daño solo si ha sido infiel. ¿Qué daño? La esterilidad si no está embarazada; y si lo está, las aguas amargas le producían un aborto. El sacerdote es quien le da las aguas amargas, es quien -en la práctica- ejecuta el aborto. No sorprende, por tanto, que en Israel las mujeres puedan practicarse un aborto cuando el bebé haya sido concebido fuera del matrimonio; es decir, si la mujer no está casada o si su esposo no es el padre biológico.

En el Nuevo Testamento (Corintios 15: 8-9) la única mención a la palabra abortivo aparece en sentido metafórico. El apóstol Pablo se llama a sí mismo abortivo (en ciertas traducciones: nacido fuera de tiempo) porque es el último a quien Jesús se le apareció al resucitar.

Frente a estas evidencias, los católicos opuestos al aborto recurren al quinto mandamiento: “No matarás”, dice el Decálogo. Sin embargo, olvidan que en ciento ocho textos del Antiguo Testamento y en tres del Nuevo, Dios pide matar a niños o adultos en su nombre. Además, en algunos pasajes se deja claro que se podía matar a los extranjeros, a los enemigos del pueblo de Israel, o a las mujeres adúlteras.

Los católicos usan la literalidad a conveniencia para oponorse al aborto e ignoran la interpretación de los textos sagrados. Es más, desconocen que es aplicable a su práctica religiosa, pero no a la sociedad en su conjunto. Sorprende también que haya quienes se autodefinan “alfaristas” cuando fue Eloy Alfaro quien separó Iglesia y Estado, instauró el matrimonio civil y el divorcio, y en la Constitución de 1897 eliminó la referencia al hecho de ser mujer como impedimento para ejercer derechos ciudadanos. Alfaro por eso fue acusado de ateo, aunque era católico. Y fue arrastrado vivo, como sabemos, por las fuerzas conservadoras que seguían al pie de la letra lo que la Iglesia (para proteger su poder e intereses) dictara. Una contradicción evidente apelar a argumentos eclesiales y llamarse alfarista. Es un tema aún pendiente en ciertos grupos políticos y que requiere discusiones profundas.

La legalización del aborto nos ha llevado a un momento en el que si pudiéramos, estaríamos listos a la lapidación. Ese hermoso versículo en el cual Jesús dice: “quien esté libre de pecado que tire la primera piedra” (Juan 7:53 – 8:11) desaparece para todos. Los argumentos, los diálogos, los debates se han vuelto casi imposibles. Por estrategia, debemos recurrir al cambio de formas. Los grupos católicos, por ejemplo, han imitado a los grupos pro aborto y han armado también sus colectivos de apoyo para mujeres que quieren abortar. En muchos grupos de mujeres cuando alguna mujer pide ayuda para un aborto, ellos también dejan un número de contacto: “te puedo ayudar”, afirman sin especificar la forma. Y, entonces, sin llamar a nadie pecadora, le ofrecen acompañamiento, trabajo, ajuar para el bebé, citas médicas, todo lo que sea necesario para que el embarazo llegue a término.

Del otro lado, debemos urgentemente responder también con argumentos católicos porque el desconocimiento es muy grande. No podemos olvidar, además, todo el miedo, la culpa y el destino fatal que el catolicismo nos ha infundido, querámoslo o no, y lo difícil que resulta cuestionarlo y tomar distancia de él por la duda existencial y el terror al castigo. Siempre se puede recurrir a la compasión y recordar los textos en los cuales Jesús dice a sus feligreses que los no creyentes, los alejados del ideal cristiano, llegan antes al reino de Dios que los consagrados. Es un canto a la humildad de espíritu, a la búsqueda de la paz interior, y a evitar el ego espiritual (el más peligroso de todos los egos) que nos hace creer que somos superiores moralmente.

Es hiriente que la Iglesia Católica castigue con furia a sus feligreses, y que -en cambio- proteja a sacerdotes y monjas acusados de graves delitos, o que no haya cuestionado el poder enorme que ha amasado para beneficio institucional. Ha habido más pronunciamientos opuestos al aborto, que a condenar hechos abominables como la pedereastia de los curas católicos, o los centros de acogida a huérfanos y madres solteras gestionados por la Iglesia Católica donde fueron encontrados al menos ochocientos cadáveres de bebés. El hecho sucedió en Irlanda (pero se sabe que no es el único), un país tradicionalmente católico, y opuesto al aborto, el cual se legalizó recién en 2018 vía referéndum.

De igual manera, resulta una réplica de la intransigencia católica cuestionar a quienes defienden el aborto en grupos políticos donde sus líderes más visibles o históricos son católicos practicantes. María Cecilia Herrera, asambleísta alterna por Guayas, fue acusada de “subordinarse” ante Rafael Correa porque, por un lado ella defendía el aborto, pero reconocía lo actuado en otras materias durante ese gobierno. ¿Es necesario pedir desafiliaciones? ¿Por qué no se presiona de igual manera a asambleístas de derecha que están a favor del aborto? ¿Por qué no hubo ni hay de esas mismas voces cuestionamientos duros y públicos a autodenominadas feministas que defienden el accionar político de María Paula Romo, por ejemplo? ¿Por qué se exige el cumplimiento de un inexistente feministómetro justo a las mujeres con posturas más sólidas que incluso, disienten públicamente con sus líderes conservadores en este tema? ¿Por qué no apoyarlas antes que criticarlas por su permanencia en una agrupación con la cual muchísimos simpatizaron o formaron parte en su momento (quien esté libre de pecado que lance la primera piedra)? Quizás con nuestro apoyo, argumentos y respeto podamos hacer más para la apertura de esos grupos en un tema que nos concierne a todas, que es urgente, que ha causado ya suficiente dolor y que requiere de nuestra unión y fuerza, de nuestra compasión e inteligencia, y que respetemos -en todos los ámbitos- el derecho a decidir.


[1] El Pentateuco (literalmente, cinco rollos) es el conjunto formado por los cinco primeros libros de la Biblia: Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio).

[2] María de los Ángeles Roberto, teóloga, magíster en Sagradas Escrituras que se dedica a estudiar la Biblia en sus idiomas originales, el hebreo bíblico y el griego koiné, explica que «en el santuario del Templo se realizaban sacrificios de animales a diario, estas aguas amargas estaban mezcladas con ese polvo del santuario» (la cadaverina). Ver: «Aborto y teología: no hay ningún mandamiento que diga “no abortarás”», Cosecha roja, 17/04/2018, En: https://n9.cl/nmh0j

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