Por Santiago Rivadeneira Aguirre
El gran objetivo -entre otros- de lo que parece ser la ‘nueva’ estrategia hegemónica de la derecha neoliberal en el Ecuador y Latinoamérica, tiene dos componentes principales: conservar y reproducir el poder a cualquier costo social y político. Para cumplirlos, la derecha extrema cuenta con el concurso irrestricto e incondicional de la prensa mercantil, a través de la cual se construyen las narraciones que posicionan, básicamente, la idea de que el progresismo y la izquierda -el lado ‘funesto’ y negativo de la sociedad- son lo opuesto a la estabilidad democrática, la justicia y la libertad.
Por lo tanto, el poder y la prensa mercantil, apelan también a la exacerbación de la violencia cotidiana y el miedo, destinados a establecer/mantener un modelo económico, que justificaría el vaciamiento de sentido para operar sobre las luchas y las reivindicaciones sociales que pudieran contradecir lo plenamente establecido por el sistema. Y están, además, la mentalidad dependiente y los mecanismos ideológicos, igualmente sutiles como grotescos, que el periodismo roñoso aprovecha para instaurar en el imaginario social el odio y el morbo político, contra aquellas propuestas ideológicas que pudieran venir de otros sectores contrapuestos al mentado plan neoliberal.
Estamos frente a múltiples formas de avasallamiento cultural, que estos medios de comunicación instauran como discurso hegemónico, para bastardear y degenerar la práctica política y la participación ciudadana, mintiendo u ocultando información. Existe una lógica de guerra que parte de los poderes económicos, lo cual supone una reacomodación fascistoide que actualiza la teoría de las élites como las únicas instancias que están llamadas a gobernar. La democracia y las elecciones se convierten en una mercancía para negociar y tranzar abiertamente con aquellos sectores funcionales al poder.
El ejemplo inmediato es lo ocurrido con el alcalde de Quito, Jorge Yunda, destituido por una mayoría flotante del concejo municipal que actuó a nombre del supuesto espíritu puro de la ciudad, decisión que fue tan paternalista como racista, incluso por su deformación pretoriana. El otro ejemplo, igualmente retorcido y desvergonzado, es el comportamiento que tuvieron los medios de comunicación contra una de las candidaturas finalistas a la presidencia de la república, solo para favorecer a la opción electoral de la derecha de Lasso y Nebot. Qué decir del caso en el que está involucrado el Defensor del pueblo Freddy Carrión, (procesado por el presunto delito de abuso sexual) humillado y desahuciado por la prensa. Y, finalmente, fueron esos mismos medios de comunicación que actuaron como ‘operadores narrativos’ para apadrinar y proteger durante cuatro años al régimen corrupto y mediocre de Moreno y sus aliados, mientras se incriminaba al gobierno del expresidente Rafael Correa para así perseguir políticamente a sus exfuncionarios.
Convertidos en sujetos políticos, los medios de comunicación corporativos permanecen coaligados con el poder de turno, bajo la exclusiva consigna de defender el modelo económico neoliberal de los banqueros y empresarios. Ya son un ‘poder añadido’ como dice Imbert: “El periódico se vuelve institución, su discurso se hace referencial, (que) tiende a: 1. Mediatizar por completo el acceso de los ciudadanos a la realidad, 2. A condicionar la promoción de los actores sociales y su transformación en actores públicos. Es lo que podríamos llamar el poder performativo del periódico: poder formal que da realidad a lo que nombra, poder de institucionalizar cuanto dice, de dar cartas de realidad a todo cuanto publica y, por consiguiente, de anular simbólicamente lo que omite, voluntaria o involuntariamente”. (G. Imbert, Los escenarios de la violencia, 1992)
Además de lo ya señalado, hay que destacar el impacto emocional que el tratamiento de las noticias tiene en la integridad del ciudadano y el cambio radical del status individual, porque los hechos ya están juzgados de antemano por los medios de comunicación. Lo abyecto es la pretensión de que ese ciudadano pueda rubricar la sentencia como un valor excremencial con lo cual se mancha a quienes se opongan a la regla: la prensa juzga y el pueblo avala sin restricciones.
Es decir, lo que nos acaban de anticipar en la ceremonia militar de Cambio de mando del Jefe del Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas, el 11 de junio pasado. El General Luis Lara, -Jefe saliente- como parte de su belicismo desenfrenado, señaló: “La insurgencia interna es una de las mayores amenazas para la integridad de la nación, los sucesos de 2019 en Ecuador y las recientes asonadas en Colombia y Chile, así lo confirman”. En seguidilla, el nuevo Jefe del Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas Valm. Jorge Cabrera, lo corroboró, diciendo que: “Actuaremos con firmeza contra quienes pretendan mancillar la soberanía, atentar contra la democracia o poner en riesgo la vida de compatriotas o soldados”.
Por último, el banquero Lasso -convertido ya en un presidente amuermado- cerró la pinza con lo siguiente: “El Ecuador jamás olvidará su desempeño valiente en los trágicos sucesos de octubre de 2019. El país sufrió la paralización, abuso y violencia irracional, y ahí estuvieron ustedes para enfrentar esos hechos, en la acera correcta de la historia”. Ernst Bloch escribió en 1929 sobre el ‘síndrome del burgués aterrorizado’, a propósito de las ciudades capitalistas que comenzaban a sentir pánico por las posibles invasiones de la ruralidad.
El orden, el miedo y la inseguridad social, he ahí los fundamentos del nuevo gobierno que la prensa reproduce, a su manera, todos los días. Hay que actuar -sentencian- contra la violencia irreductible, de una manera u otra, para impedir los excesos fanáticos y la anomia. ¿De qué manera? Con la creación de un consenso fáctico a partir de un pacto informativo que permita montar la perorata de la ‘insurgencia interna’. Es el Estado de derecho que cede el lugar al estado de sospecha, de amenaza, de ‘peligro de desintegración representado por los nuevos enemigos interiores; el enfrentamiento deja paso a la tensión’, como dice Gerard Imbert cuando analiza los escenarios de la violencia (1992).
De ahora en adelante, toda manifestación y todo reclamo, será visto como un intento de desestabilización del sistema y del orden constituido, que deberá ser neutralizado con el uso de la fuerza, progresivo o no, como lo vivimos en octubre de 2019 en Quito y lo estamos evidenciando en las principales ciudades de Colombia. En la lógica de los gobiernos neoliberales del continente, cualquier protesta social se vuelve una amenaza que acentúa los conflictos entre orden y desorden, que el poder de relato de la prensa representa como una forma de bandolerismo propiciado por grupos subversivos, seguramente financiados por el castro chavismo o el comunismo internacional que reedita el famoso ‘marxismo apocalíptico’ de comienzos del siglo XX.
El encadenado semántico y conceptual funciona: la protesta social (la violencia y el vandalismo) es factor de desestabilización. Por lo tanto, las fuerzas armadas y la policía nacional, siendo ‘los defensores irrestrictos del orden y la democracia’, deberán combatir cualquier forma de insurgencia. Y esa es la postura política del régimen del banquero presidente Lasso, que ahora ve allanado el camino para hacer los ajustes que demanda su visión neoliberal sobre la economía, la seguridad social y el resguardo del orden constituido.