Javier Ponce Cevallos
Y no es momento para la nostalgia sino para la reafirmación de la presencia de aquellos intersticios que en la historia actúan como rebeliones contra lo establecido.
Son los intersticios que exploramos y vivimos a contrapelo.
No se trata en este caso de pasar revista a los hechos del año 1968 que bien pueden ser tachados de fracasos políticos –no en vano los intentos de mayo en París para expulsar a Charles De Gaulle desembocaron en su triunfo electoral-; al igual que el mismo Echeverría que comandó la represión de octubre en Tlatelolco en ese mismo 68 se convertiría pocos años después en presidente mexicano. No. Se trata, como recomienda Walter Benjamín, de “apoderarse de un recuerdo tal como este relumbra en un momento de peligro”.
Mayo del 68 fue un relato que duró pocos días. Como pasó fugaz la revolución de 1848 o la Comuna de París en 1871 pero permanecen en el imaginario, a tal punto que las barricadas del 68 en el barrio latino de París parecían una réplica –tal vez obsoleta- de las que levantó el pueblo francés en el siglo XIX.
Pero por debajo de la piel más aparente del “progreso” sobreviven las pequeñas rupturas, las grietas, los intersticios.
Resulta reiterativo el recordarlas. Se resumen –entre otras manifestaciones- en los sucesivos movimientos universitarios desde los de París, Alemania, Estados Unidos y México en 1968, el levantamiento popular de Praga contra la dominación soviética, la primavera árabe que arrancó con la inmolación de un vendedor ambulante en Túnez, hasta las recientes movilizaciones estudiantiles en Nicaragua; también la presencia de las llamadas minorías sexuales, término equívoco que sigue evocando culturas de exclusión, cuando se trataría de la plena vigencia de la diversidad humana; o los gestos estelares del feminismo, la libertad sexual o el ecologismo.
Dos pensamientos aparecen tal vez -entre otros- como antecedentes a los hechos de 1968: el Guy Debord de “La sociedad del espectáculo” (1967). “El reinado autocrático de la economía mercantil” denunciado por Debord con la provocadora metáfora del “espectáculo” que se organiza para echar al olvido la historia; y que abarca “al conjunto de las nuevas técnicas de gobierno” perfeccionadas bajo el nombre de democracias. “Lo más importante es lo más oculto” dice Debord.
Y está el Herbert Marcuse de “El hombre Unidimensional” (1964), hombre y sociedades y estados unidimensionales; condición a la que, en vista de las “tendencias totalitarias de la sociedad unidimensional” habría que combatir, según Marcuse, por más allá de las formas tradicionales: “Por debajo de las clases populares conservadoras, está el sustrato de los parias y de los «outsiders», las otras razas, los otros colores, las clases explotadas y perseguidas, los desempleados y aquellos que no pueden emplearse. Ellos se sitúan al exterior del proceso democrático; su vida expresa la necesidad más inmediata y más real de poner fin a las condiciones y a las instituciones intolerables”.
Son los intersticios difíciles de ocultar para el sistema.
Mayo del 68 ha sido vista como una revolución cultural, pero en el caso francés marcó algo más: la primera alianza entre estudiantes y trabajadores. Duró pocos días, pero sus secuelas inmediatas continuaron, también en el campo cultural, con creadores como Jean Luc Godard que renunciaba a la estética de sus filmes como Pierrot le fou a favor del testimonio de la revolución; o Jean Paul Sartre distribuyendo en las afueras de las fábricas Renault el periódico maoísta La cause du peuple; o sentado en una alfombra de un pequeño departamento en París, Toni Negri, refugiado político, recordando las lecciones de las Brigadas Rojas en Italia. “Vivir supone resistir” afirmaba Negri. Al tiempo que en los corredores de la Universidad Libre de Vincennes, nacida en las jornadas de mayo, circulaban los textos de Luis De La Puente emitidos pocos años antes desde la base guerrillera peruana de Mesa Pelada o se escuchaban los mensajes de Douglas Bravo desde las montañas de Venezuela.
Tal vez recordar aquello tenga un sabor a nostalgia. Tal vez. Pero lo importante es lo que alimenta las brechas, los intersticios, que son inesperados obstáculos al dominio de nuestra subjetividad en el paraíso neoliberal. Algo persiste siempre, algo bulle bajo-tierra, bajo-sociedad.
Y frente a lo que ocurrió el 2 de octubre en Tlatelolco alguna razón le daremos al canto de Jaime Sabines: “Habría que lavar no sólo el piso: la memoria./ Habría que quitarles los ojos a los que vimos,/ asesinar también a los deudos,/ que nadie llore, que no haya más testigos./ Pero la sangre echa raíces/ y crece como un árbol en el tiempo.”
Desde la poesía, que habla cuando ya ha ocurrido el silencio y cuando la realidad de lo narrado ya no está, Samuel Becket nos agita la conciencia: “imagina si esto / si un día esto/ un día feliz / imagina / si un día / un día feliz esto / se acabara / imagina”.