Por Lucrecia Maldonado
La conocí en Colombia, hace nueve años, por el mes de octubre, en el encuentro «Las líneas de su mano». Conversé con ella de cosas de la vida, muy poca literatura. Nos habían llevado hasta allá nuestras novelas, a mí, Salvo el calvario, y a ella, la preciosa El lector de Julio Verne.
Años después, aquí en Quito, cuando ella visitó nuestro país, hubo escritores que (con esa irónicamente llamada ‘sana’ envidia) se asombraron de que mencionara mi nombre, de que se acordara de mí y de los días compartidos en Bogotá. Por supuesto, me lo contaron después de haber estrechado su mano y saludado con ella. No vaya a ser que…
Pero en fin, este no será un espacio para la mezquindad (ni ajena ni propia, jeje). Más bien de pensar en que ese breve tiempo que compartimos como mujeres no me dejó tanto como el tiempo que compartí al recorrer sus páginas. Fue durante los primeros meses de la traición del despreciable que nos vendió humo y mentiras para venir a destruirlo todo, cuando llegó a mis manos, como regalo de la vida, Los pacientes del doctor García, y me ayudó a entender la podredumbre de la ambición y la codicia, los intersticios del engaño político, la sordidez de la lucha por el poder. Ya me había paseado por El lector de Julio Verne. Con ambas historias lloré, lo recuerdo, yo que no soy una típica mujer ecuatoriana propensa al lagrimeo intrascendente. Pero más con Los pacientes del doctor García y su regalo de verdad en tiempos oscuros. Toda aquella serie de Episodios de una guerra interminable me habló de un tema que siempre me ha interesado, como es la Guerra Civil Española y su posterior descalabro, pero también me ayudó a sobrellevar la cruel realidad de mi país en manos de mafias traicioneras capaces de cualquier cosa. Eso se lo debo: entender para no enloquecer. Aprender para no odiar sin sustancia. Lo que hace la literatura: saber que lo terrible que nos ha pasado no solo nos ha sucedido a nosotros. Y que aunque siga sucediendo, lo importante es saber qué hacer como pueblos e individuos ante los avatares de la historia y las mezquindades de las luchas por las tristes hegemonías mundanas.
No me gusta, como les encanta a tantos de mis colegas/compatriotas, jactarme de a quién conocí, quién me dio la mano, con quién me tomé la foto y quién me la tomó (incluso a veces rehúyo las fotos con famosos, a no ser que también sean amigos cercanos de mi corazón, una enseñanza de Gurdieff, por otro lado: «no te fotografíes con famosos»). Por eso no tengo fotos con Almudena para enseñárselas a nadie. La foto está en mi corazón. En el recuerdo de su sonrisa afable. En la gravedad de su voz con que una vez nos confiamos historias de nuestros hijos. En los cigarrillos que fumaba allá por el año 2012.
Agradezco que me haya nombrado años después, y hasta me divierte un poco el ‘dolido’ asombro que les causó a algunas personas que se acordara de alguien tan poco autopromocionada como yo. Pero eso no es lo sustancial. A ella le debo las renovadas ganas de escribir, no para emularla, sino para saber que la literatura también puede construir historia y futuro. A ella le debo la emoción de las palabras, que para nada es poco. A ella le debo, además, esa sapientísima frase que me ha conducido por la asquerosa política ecuatoriana de los últimos cuatro años y medio como una advertencia innegable: «La derecha, cuando pierde el poder, se comporta como si se lo hubieran robado».
Hace pocos meses supe que le habían diagnosticado cáncer, pero no creí que nos la arrebataría tan pronto.
Dicen por ahí que nadie se muere la víspera. Puede ser. Pero en casos de gente como Almudena Grandes, nunca parecerá que llegó el momento adecuado para la muerte. Siempre parecerá prematura, pues quedará el vacío de la pérdida de la inteligencia, de la lucidez, del arte y de los caminos del corazón a través de las palabras hermosamente hilvanadas. Ojalá, si eso fuera posible, su alma haya trascendido envuelta en luz y paz. Ojalá, si eso fuera posible, reencarne en un planeta menos conflictivo y sórdido. Y que su memoria siga alimentando nuestra gratitud por haber compartido, aunque sea unos breves días, con una persona tan grande y luminosa como ella.
Tomado de Ojos Puestos