Palmira Chavero

Hace un año presenciamos una campaña electoral que fue, en toda regla, una campaña sucia. Tuvimos agresiones verbales y físicas; uso estratégico de la corrupción; un debate entre candidatos que se convirtió en la gran decepción; dirigentes que insultaron a la ciudadanía (manabita) por su decisión electoral; líderes que llamaron a incendiar las calles; acusaciones de fraude sin pruebas; encuestadoras sesgando intencionalmente datos para alterar resultados… Había que movilizar a un 30-50% de ciudadanos que aún estaba indeciso antes de iniciar la campaña y –sacrificando el debate público– la polarización, la crispación y la hostilidad camparon a sus anchas aquellos cuatro meses con la ayuda de unos medios de comunicación que, como nunca, hicieron su campaña.

Si el negativismo mediático es una de las características de la prensa ecuatoriana, en la campaña de 2017 se batieron récords, especialmente en la prensa privada: el 38,2% de las noticias de El Comercio fueron negativas (en distinto grado); un 20% de las noticias de El Comercio y El Telégrafo eran desfavorables a alguno de los candidatos y un 17% de las noticias mostraba a los líderes en relación de conflicto. A esto se unía una cobertura mediática más preocupada por la historia de los candidatos que por sus propuestas de futuro: un 16,4% de las noticias se refería al pasado, frente al 9% de publicaciones en que el medio primaba propuestas y análisis a futuro. De esta manera, los medios de comunicación fueron creando un clima de opinión basado en la sospecha, el miedo y la amenaza de un futuro incierto. Sólo en parte, esta campaña mediática develó lo que hace un año parecía estar en juego: un modelo basado en la fortaleza del Estado frente a otro basado en el capital y la individualización; hoy, un año después, se entiende mejor por qué ninguno de los actores quiso hacer una fuerte diferenciación entre dos supuestos modelos.

Pasadas las elecciones, este clima de polarización y negativismo se mantuvo. Por un lado, el gobierno de Lenín Moreno se aferró al discurso de la herencia recibida y a renegar de lo construido durante la década anterior. Por el otro, una oposición debilitada comenzó un trabajo de deslegitimación del gobierno que sólo se redujo con el posterior acercamiento público. Todo ello, nuevamente, con la connivencia de unos medios de comunicación que comenzaron a parecerse cada vez más entre sí.

Si, en el corto plazo, esta campaña del miedo pudo haber repercutido en la movilización del electorado, en el mediano  y largo plazo puede estar teniendo el efecto contrario: un incremento de la desafección. Y es que estas estrategias vinieron a caer sobre una ciudadanía, la ecuatoriana, con unos altos índices de desconfianza social e institucional. Cabe recordar que más de la mitad de los ecuatorianos no confía en ninguno de los medios de comunicación convencionales, pero tampoco en las instituciones (sólo la Iglesia y, hasta 2016, las Fuerzas Armadas y el Gobierno contaban con la confianza ciudadana) ni en sus propios conciudadanos.

En este contexto de grave desconfianza, apelar a estrategias de negativismo mediático no parece contribuir mucho a la construcción de una opinión pública fuerte y participativa. Durante la campaña de 2017 vimos una acentuación de las relaciones entre los actores políticos y mediáticos. Durante casi cuatro meses, políticos y medios formaron una “coalición de negativismo” perfecta cuyo primer efecto, pasado el momento electoral, fue la saturación ciudadana, que desembocó en una suerte de desconexión del ciudadano ante la cual la adopción de medidas graves y antisociales puede llegar a pasar apenas desapercibida.

 

 

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