Palmira Chavero

“La mejor ley es la que no existe”. Así reza una de las máximas liberales y así nos han repetido hasta la saciedad –¿quiénes?– durante años. Porque dicen –¿quiénes?– que el mercado se regula solo y es él quien debe poner las reglas del juego, que cualquier atisbo de intervención es sinónimo de censura, de conflicto… de caos. Lo que está de fondo es, no nos engañemos, una visión del mundo según la cual el Estado debe reducirse a su mínima expresión y son unos pocos –esos pocos poderosos– quienes pueden y deben contarnos cómo es el mundo, quienes deben guiarnos en las sendas por las que pensar. Y así, con estos argumentos explícitos e implícitos y tratando derechos cual mercancía barata, se va extendiendo la idea de que hay que derogar la Ley Orgánica de Comunicación (2013). Pareciera no importar lo que la experiencia nos ha enseñado: que los medios de comunicación, en tanto están constituidos como empresas y se convierten en actores políticos, relegan al ciudadano a un segundo plano, que la autorregulación mediática no funciona.

Concentración de la propiedad. Discurso único. Invisibilización ciudadana. Vulneración de derechos. Ése era el diagnóstico ante el cual se propuso la Ley Orgánica de Comunicación (LOC), ante el cual se trabajó durante años en América Latina. Democratizar la comunicación no es un simple slogan, es una propuesta de trabajo que nació en los 80 (baste recordar el Informe MacBride) y una necesidad que sigue viva casi cinco décadas después. Avanzar en esa línea democratizadora requiere la entrada en acción del único actor capaz de proteger los intereses de las minorías ciudadanas: el Estado. Sin ese actor, la ley de la oferta y la demanda acabará nuevamente con los más débiles y borrará la garantía de unos derechos que tanto costó reconocer y proteger (no es por nada que la Constitución de Montecristi recoge el derecho a la comunicación en sus artículos 16 a 20).

Pero, ¿en qué se traduce la LOC? Desde que se aprobó en 2013, no son pocas las contradicciones, conflictos e incertidumbres que se han generado en el sector mediático, y es que al abordar la LOC hemos de empezar reconociendo que faltó pedagogía y acompañamiento de las herramientas necesarias para su implementación. Faltó decir que es la LOC la que reconoce ciertos derechos y garantías para los periodistas ecuatorianos: derecho al secreto profesional (Art. 41) y derecho a la reserva de la fuente (Art. 40), pero también para los ciudadanos: derecho a la réplica (Art. 24), derecho a la rectificación (Art. 23), creación de la figura del defensor de las audiencias (Art. 73) y fomento de los observatorios (Art. 38). Faltó decir que protege al ciudadano, especialmente a los grupos de atención prioritaria y en situación de vulnerabilidad, frente a contenidos inadecuados: clasificación de contenidos (Art.60) y prohibición de contenidos discriminatorios (Art. 62), violentos y sexualmente explícitos (Art. 67 y 68), como tampoco se explicó –ni se aplicó– lo suficientemente bien el impulso a la producción nacional (Art. 97). La democratización que se propone con la protección de estos derechos es viable sólo a partir de la principal medida de la LOC, aquella que es compartida con otras legislaciones de la región y que devuelve la voz al ciudadano: la redistribución de manera equitativa del espectro radioeléctrico (Art. 106), lo cual lleva implícito el reconocimiento de otros tipos de medios, además de los de naturaleza mercantil: los medios públicos y los comunitarios. Esta redistribución por tercios, que es el espíritu mismo de la ley, sigue siendo una asignatura pendiente en Ecuador, pero no habrá manera de alcanzarla –ni siquiera de avanzar en tal dirección– si no es a través de un cuerpo legal (¿existe alguna posibilidad de que los medios privados, que siguen teniendo más del 80% del espectro, renuncien a su propiedad para mantenerse en un 33%?).

Con este cuerpo legal, si algo hemos aprendido estos cinco años es que la implementación de una ley puede ser absolutamente diferente a su espíritu (la primacía de las partes sancionatorias sobre la protección de derechos y las medidas de acción afirmativa son el más claro reflejo de ello), pero también que hay que seguir trabajando en la mejora a través de algunas reformas (la inaplicable figura del linchamiento mediático –Art. 26–, una Superintendencia que poco parece aportar –Art. 55– o el escaso debate sobre el profesionalismo, erradamente reducido a la titulación) para avanzar con firmeza en el cumplimiento de un derecho humano, si es que queremos evitar que éste vuelva a convertirse en una mercancía.

Los pasos que Ecuador ha dado estos años hacia la desoligopolización de la propiedad mediática y la democratización de la comunicación no son suficientes, ciertamente, pero son el punto de arranque desde el cual podemos construir un camino hacia una opinión pública crítica y autónoma, capaz de mirar a los ojos a los grandes poderes.

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