Escuché ayer lunes por la radio una entrevista a César Ricaurte –sentenciado recién por una agresión verbal y física contra Jorge Jurado-, y su decir, o sea, sus expresiones textuales dejan galimatías en lo que él pretende mocionar como argumento válido para ultrajar a quien sea.

Trató de explicar, bíblicamente, el insulto correísta blanqueado. No dudó en responder que le espetó tal cosa a Jurado, en voz alta, para que el ex embajador lo percibiera y, además, se sintiera mal; lo que ocurrió, según Ricaurte, por las connotaciones que tiene la frase atribuida a Jesús hace dos mil años. Si la dijo un mesías, por supuesto, repetida en un supermercado por el administrador de Fundamedios, tendría un impacto, ¿casi bíblico? en el aludido. Incluso afirmó que semejante agudeza fue hecha con inocencia.

No me voy a detener en otras bagatelas que señaló el ‘amo de la libertad de expresión’ en el Ecuador sino en las evocaciones morales que guarda esa frase en la cultura local y, sobre todo, en los recatos de quienes creen que decirla les da supremacía, digamos, espiritual.

Es un lugar común creer que la palabra correísta significa, acaso, un deshonor social. Y que serlo en relación a la palabra blanqueado, adquiere, de por sí, una alusión delictiva: lo que es blanco por fuera necesariamente es negro por dentro. Ergo, quien tiene la facultad de ‘colorear’ o señalar un hipotético delito, una falta, una carne corrompida por las moscas o el sol, una culpa humana, devendría en un dador y hechor de buenas costumbres. O quien se afana en ‘colorear’ la moral colectiva pudiera ser un donador de fe y también de ceguera política.

En el asunto de la agresión propinada por Ricaurte –a Jurado- no hay (solo) alusiones beatas sino políticas. (Aunque podríamos decir que Jesús también fue un político). Pero Ricaurte no es un político. Es un empleado de sus propias trampas y de una clase social que apenas le guiña un ojo, sin embargo desde ahí expande su locuacidad ofensiva.

En el imaginario racial de los mestizos ecuatorianos –el agresor lo ratifica- la palabra blanco y sus derivaciones posee una característica poderosa: lo blanco es equivalente a pureza. En el caso que nos ocupa es una pureza fingida porque –el agredido- es culpable por ser correísta in situ; es decir, culpable de estar corrompido. Así, lo político y no lo beato es la concretud del aparente agravio: correísta blanqueado.

En muchos espacios ya se discute, en serio, qué es ser correísta en el Ecuador de hoy. Para algunos ser correísta es una forma de fanatismo ideológico, para otros es cubrir la izquierda con el ‘sucio’ cosmético del populismo. Pero lo que denota ser correísta blanqueado supera lo bíblico: es alguien que siendo pobre, inculto, popular, educado, profesional, feo, guapo, mestizo, blanco, indígena, cholo… es correísta; porque es su único modo de supervivir en el cosmos de la política nacional. O, en otras palabras, es una vía para dejar de ser un don nadie, tal como acostumbra decir Diego Oquendo en su radio.

Blanquear algo o a alguien es despojarlo de su permanente esencia: un ser corrompido por dentro. Ergo, un pobre, un suburbano, un hombre público –en el sentido correísta- es un don nadie blanqueado por su cargo o su función en la esfera de lo público. Es alguien que no tiene derecho a ser alguien más allá de su determinismo de cuna. Gracias al cielo Jorge Jurado no es un fulano cualquiera… por el contrario, en la opinión fosilizada de los adversarios de su ideología, Jurado es un actor social de la clase media/profesional, tal vez ilustrado pero no ilustre, que tiene existencia política… gracias a su correísmo blanqueado.

Lo blanqueado y la blanquitud recogen inferencias epistémicas distintas. Lo que no admite duda es que el color es significativo en la ideología del poder imitada y legitimada por sus vasallos. Es la fuerza del discurso hegemónico la que se amplía cuando un tipo sin relevancia intelectual redunda en no la frase bíblica sino en lo que proyecta: la mutación semántica que ganó lo racial, lo excluyente, lo corrompido, en sociedades apenas desarrolladas pero proclives al cotejo y la denigración social por el color o las máscaras de lo políticamente correcto.

Si alguien se blanquea, o es blanqueado, o es blanqueante de un discurso del poder es quien se debe a una corriente que corrompe sus propias intenciones de igualdad colectiva. ¡Es eso lo que hizo y hace el jefe de Fundamedios cuando lanza su mofa inocente! Halló al azar un destinatario para regodearse de una moralina excluyente, y si la puede vincular con retazos del evangelio, ¡mejor! Hay en el emisor/agresor un deseo enorme por normalizar su ofensa si se ha puesto del lado del bien, es decir, del lado del poder.

Algo más: los agresores venidos del pabellón de la elite no divisan la variación hermenéutica entre lo blanqueado y su íntimo apetito de blanquitud. Por eso para afinar su rencor racial y político turban la ética pública con el fin de imponer una moral devota. Para ellos política y fe son materias que pueden lavarse, limpiarse, desinfectarse. Pero un correísta blanqueado no puede aspirar a tanto…

Algún día los vasallos del credo oficial –aquel que se atribuye la libertad de excluir- podrán lavar sus pecados; pero nunca ocultar su innegable violencia simbólica y física.

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