A lo largo de este tiempo mucha gente me ha acusado de ‘correísta’, de fanática, de ‘hacer de mi pluma una cuchara’ (será porque durante un tiempo me pagaron honorarios por mis artículos en El Telégrafo de entonces, cosa que no me parece nada malo), de ya no ser ‘la escritora sensible’ sino de sembrar odio en mis escritos. Otra gente, menos virulenta y aparentemente más amiga, se ha sorprendido de que yo, siendo ‘tan sensible e inteligente’ siga teniendo una preferencia política por Rafael Correa y, más que por él, por sus planteamientos políticos y económicos.
Curioso animal es el ser humano, que se toma a lo personal la discrepancia, y no solamente eso, sino que se permite juzgar la calidad intelectual y humana de otras personas a partir del confiabilísimo baremo de su propia opinión personal respecto de algo.
La política del Ecuador, desde que se fundó como país a partir de una traición y un asesinato, se ha sostenido en unos pilares de dudosa calaña: la mentira, la traición, la corrupción y el arribismo, todo esto apoyado en el aparato comunicacional al uso, que también recibe sus prebendas, obviamente.
Y si vamos un poco más atrás en nuestra historia, sabido es que las luchas por la independencia de España, aunque finalmente se ganaron, no redundaron en beneficios para las mayorías oprimidas por el sistema anterior, sino en la manutención de los privilegios de los criollos o ‘españoles locales’, creando unas élites independientes del control de la corona española para lo que les convenía y muy hispanistas también para lo que les convenía. Además, es necesario recordar quiénes eran los españoles que llegaron a América, desde el primer momento: ya en las carabelas de Colón la reina Isabel la Católica se aseguró de que vinieran aquellas personas por las que nadie le iba a reclamar si desaparecían para siempre: es más, hasta se lo podían agradecer. Y aunque los funcionarios posteriores tal vez no eran exactamente de la misma calaña, tampoco eran un crisol de virtud, bondad y honestidad.
Y es de ahí, no solamente de esa sangre, sino de esa mentalidad de la mordida y el provecho sin esfuerzo, de donde nacen nuestros principales políticos, quienes, entre otras dudosas cualidades, están convencidos hasta el tuétano de que tienen derecho de hacer y disponer de los recursos y las personas del país, y de mantenerse en argolla pase lo que pase, claro que comiéndose vivos entre ellos cada vez que se ofrecía. Y todo esto con los medios haciéndoles reverencias (y cobrando por cada una), todo esto en contubernio con otro de esos espurios poderes enchufados a la ‘teta’: la que, al decir de Fernando Vallejo «defiende la libertad de culto donde no manda y ataca a las otras religiones donde manda», la sacrosanta Iglesia Católica, Apostólica y sobre todo Romana. Todo sazonado con el más repugnante servilismo al Imperio.
Además, está la sostenida mentalización de las clases medias y hacia abajo, mermando su autoestima, haciéndoles creer que podían ‘ascender’ y repudiándolas en cuanto se acercaban demasiado a ciertos estándares. Encumbrando y auspiciando a indeseables que ellos mismo se encargarían de deponer si desobedecían en algo sus instrucciones.
Esa fue la historia que viví, que vivimos, hasta que llegó Rafael Correa y se redefinió la correlación de fuerzas. Todo el mundo conoce los defectos y errores de Correa, y hasta yo le he señalado algunos que no repetiré aquí; pero fue durante esos diez años de control de la politiquería cuando por pirimera vez en mi vida yo supe lo que era tener país. Supe lo que era un gobierno que se preocupaba por la gente y que se las jugaba por sus votantes, que por otro lado eran la mayoría. Supe lo que era confiar en unos sistemas públicos de educación, salud y manejo de crisis que si bien no impedirían los desastres, sabrían qué hacer en determinada eventualidad. Supe lo que fue vivir una crisis económica mundial sin que apenas se sintiera por estas tierras.
Pero esta persona tan eficiente y talentosa tenía un par de ‘defectillos’: no era de los ‘suyos’, ni por cuna ni por lameculismo, y por ende no trabajaba para ellos, sino para la gente, para el país.
Aquí me permito una breve e liustrativa anécdota: cuando en los primeros años del mandato de Rafael Correa se presentaron los cíclicos embates del conocido «Fenómeno del Niño», una persona anónima citó a un empresario que afirmó más o menos textualmente lo siguiente:
-Nunca he visto una prevención y un manejo tan eficientes y solventes de esta situación. Sin embargo, HAY QUE IMPEDIR QUE LOS MEDIOS SE HAGAN ECO DE ELLO.
Y no era necesario, porque los medios ya tenían la consigna que manejaron curante los diez años del gobierno de Correa y siguen manteniendo ahora: no difundir ningún acierto su gobierno porque quería regularlos, porque insistía en impedirles mentir, calumniar y manipular la información y la opinión pública. Y porque son un eslabón más de la cadena con que siempre nos han querido sujetar a los ciudadanos de la calle y el campo. Estamos viviendo una tragedia sanitaria que nos enrostra a cada minuto el contraste entre un gobierno de delincuentes y traidores y lo que tuvimos hasta hace tres años; pero el arribismo de los lagartos que recuperaron el poder a través de los muñequeos de una lagartija miserable no lo va a soltar si nadie hace nada drástico. Son gente de una naturaleza tan psicopática que no les importa rifarse un país en plena pandemia con tal de recuperar sus espurios privilegios
Pero yo, y no solamente yo, nos dimos cuenta durante diez años, gracias al empeño y tesón de un hombre eficaz y bien intencionado, que otro país era posible, incluso por encima de las malas artes de los detractores cohesionados en su odio y su ambición. Y esa certeza que para unos fue luz es pánico para quienes hoy se empeñan en destruir al único que desde la política supo trabajar por esta tierra. Con errores, es cierto, porque no tenía por ser perfecto. ¿O acaso alguien más lo ha sido?
Entonces… qué me importa. Qué me importa que en algún momento alguien haga un comentario acre en esta crónica. Qué me importa que alguien ponga en duda mi inteligencia y mi sensibilidad porque no pienso lo mismo que él o ella, y se lo susurre en el oído a alguien, con el típico chismorreo hipócrita de los quiteños de clase media arribista, que se creen marqueses y condesas, pero no pasan de mayordomos y amas de llaves. Qué me importa que facebook me recorte las crónicas y que otros me bloqueen, decepcionados, porque no digo lo que quieren leer.
Qué me importa si incluso se ríen de mí porque hoy, seis de abril del año 2020 digo aquí, con todas las ganas: Feliz cumpleaños, Rafael Correa, y gracias por enseñarnos que podemos tener y construir un país mejor. Ojalá sepamos liberarlo de quienes hoy por hoy lo tienen secuestrado para seguir chupándole la sangre, disfrazándose de ‘cauces democráticos’ liderados por un conspicuo sospechoso de magnicidio y otras finas hierbas. Y ojalá lo podamos hacer antes de que sea demasiado tarde.

Por Editor