Recuerdo aquellos tiempos ya lejanos de mis seis o siete años. Mi familia de origen venía de dos fuentes extremadamente católicas, con ese catolicismo que te hace creer a pies juntillas en el infierno y la condenación, y por lo mismo te quiere crear la costumbre de ir a misa todos los domingos a partir de la edad de la razón. Y fue en esa edad de la razón en la cual llegaron a mí los perturbadores capítulos del evangelio de Mateo, en los cuales Jesús habla de los tiempos finales.
Pronto me enteré de que el sol se oscurecería, la luna se teñiría de sangre, habría catástrofes como epidemias, terremotos, y que las olas del mar invadirían la tierra. También hablaba de la ‘gran tribulación’, y cuando toda la población estuviera presa del más grande terror y de la más espantosa angustia, entonces veríamos venir al Hijo del Hombre, descender, decía, para repartir el premio y el castigo entre la multitud de almas que se congregarían en su entorno.
Aunque mi educación religiosa me había enseñado que al infierno te irías por cometer pecados graves y no confesarte, este evangelio decía otra cosa: solamente se evaluaría la solidaridad. Nada más. Y aún hoy me pregunto cuán contundente sería aquella enseñanza que ni siquiera las iglesias sedientas de poder se atrevieron a tergiversarla
Incluso mencionaba aquel pasaje que los mismos castigados y premiados se sorprenderían, y que mientras los primeros exhbieran sus horas de templo y oraciones en media calle como garantía de salvación eterna ineludible, los otros ni siquiera comprenderían muy bien por qué se les priemiaba con el paraíso cuando jamás habían estado actuando con la intención de ganárselo.
De niña viví muchas noches de pánico e insomnio recordando aquello de ‘nadie sabe el día ni la hora’, pues el mundo en mucho estaba un poco menos mal que ahora nomás, y temblaba con la posibilidad de que, estando en la escuela, mirara al ‘Hijo del Hombre’ descendiendo sentado en una nube y no volviera a ver nunca más a mis papás entre la multitud.
Aunque en esa época todavía me angustiaba un poco el hecho de cometer un pecado grave sin darme cuenta, y la figura de ese Dios que me mandaría de un plumazo al infierno si faltaba a la misa de un solo domingo, sabía, por otro lado (porque el texto sagrado lo decía) que finalmente no se me evaluaría eso sino otra cosa, bastante más simple por un lado, y más compleja, por el otro, que el ritualismo católico.
A medida que fui creciendo y sobre todo pensando, me llegó a parecer improbable que la profecía del evangelio se cumplierta. Sin embargo, ahora, cuando a causa del mismo hacer de ciertos sectores de la humanidad que solamente piensan en la acumulación y el poder las olas del mar sí rugen amenazando todas las costas, ahora que se levanta una sola nación aupada por sus esbirros contra los pueblos pobres y generosos de la tierra para despojarlos no solo de sus recursos naturales, sino también morales, ahora que mentes demenciales acaban de arrojar la peor peste de la historia sobre la humanidad, ya no solo no temo, sino espero ver al hijo del hombre llegar aunque sea en bicicleta, con el convencimiento de que sabrá que por voluntad propia estamos en el lado correcto, aunque no vaya a haber cielo ni infierno y aunque muchos no lo podamos comprender del todo bien. Y que entonces nos comparta ese premio mayor, que no será un cielo de arpas y angelitos, sino la felicidad de estar juntos y tenernos los unos a los otros.