Nadie lo hará por nosotros. Vano es esperar que quienes nos han estafado, nos han robado de varias formas y se ríen de nosotros en nuestra cara con todo el cinismo posible, ahora cambien de golpe y quieran ver por nuestra vida, por nuestra integridad, por nuestra salud.
Son tan ruines que incluso se molestan con quien pretende hacerlo, por el motivo que sea. Perros del hortelano: ni cuidan ni dejan cuidar.
Por eso, cuidémonos en estos días de zozobra. Nada es para siempre y esto también pasará. Hasta eso, alimentémonos bien, quedémonos en casa todo lo que sea necesario y posible, no nos hagamos mala sangre, ni mala leche ni mala uva. Durmamos nuestras horas. Teletrabajemos, si nos toca. Y demos lo mejor de nosotros porque somos de esa ralea y no de la otra. No nos quedemos quietos mirando el mundo por la ventana, dejándole un resquicio de nuestra existencia a la depresión o a la desesperación.
Aprendamos a reír, o aunque sea a sonreír. Que no nos vean derrotados ni furiosos. La España profunda vivió una dictadura de treinta y seis años de la que todavía no se acaba de librar. Los países del Cono Sur vieron desaparecer a sus hijos, a sus muchachas embarazadas, a sus nietos. Y sin embargo, ahí están, como flores de cactus, bebiendo el agua de las entrañas de la tierra por encima del tiempo difícil, festejando cada vez que reaparece un niño convertido en adulto.
Si el agobio nos pide un momento de lágrimas, no nos reprimamos; pero tampoco nos endulcemos en la conmiseración. Pensemos en los animales que han recuperado las calles de las ciudades, que salen de cualquier parte después de haber sido humillados y casi extinguidos por la inconsciente humanidad, y que no buscan venganza, sino quizá tan solo mostrarnos con su presencia que la esperanza sí tiene sentido.
Y nunca olvidemos a quienes la pasan peor. Siempre habrá algo que dar, aunque sea un gesto de comprensión. No olvidemos que los de arriba no nos harán lugar en sus banquetes, ni en sus triquiñuelas o sus componendas a no ser que demostremos ser tan desalmados como ellos, y esa sería la peor de las derrotas para el alma que queremos reconstruir o recuperar. Siempre se puede dar algo, por pequeño que sea o insignificante que parezca. Comprar a domicilio al chico que arma bolsitas de frutos secos para vender el mercado. Ayudar a la vecina que no puede salir a abastecerse. Decirle algo amable o gracioso a quien se ve atrapado en el desaliento. Llamar por teléfono a quien sabemos que necesita escuchar una voz compañera.
No se trata de demostrarles de lo que estamos hechos. Lo saben, y posiblemente es lo que más les jode. Se trata de entender que la solidaridad y la consciencia suben como la espuma de la leche: desde abajo. Desde el dolor que nos ayuda a crecer en lugar de maldecir a quien nos lo causa con toda la intención del mundo. Desde la escasez que nos enseña a compartir. Desde el miedo que nos ayuda a reconfortar. Si nos unimos, si no nos dejamos envenenar el alma, como ellos quieren, algún rato se hará la luz en nuestras mentes y en nuestro corazón y sabremos qué hacer para vencerles definitivamente, no a nivel de cálculo electoral, sino de consciencia despertada en nuestra tierra.
Y solo entonces vendrá el amanecer.