La noticia, de hace varios días, es reproducida por uno de los periódicos capitalinos e inmediatamente colocada en redes sociales. El titular reza, más o menos: “Hombre localiza a supuestos asaltantes que le robaron su celular y les disparó en México”. Ya el título sorprende, y si se lee la noticia, se sorprende más, y dolorosamente: ocurre que un hombre fue asaltado en un transporte, en el asalto perdió su celular, lo localizó a través del GPS, fue a donde el mecanismo señalaba la localización y arremetió a tiros contra quienes lo poseían, matándolos. El titular habla de ‘supuestos’ asaltantes. Es decir, no le constaba que fueran ellos quienes lo despojaron de su teléfono, podían no serlo, pero igual los asesinó. Y en el caso de que hubieran sido, ¿el celular o la vida? ¿Es un término racional de intercambio?
Pero no es la noticia lo que sorprende tanto, como los comentarios que siguen cuando se la reproduce en redes sociales. Y los comentarios no son de allá, de México, sino de aquí, de Ecuador. En resumen, la gran mayoría aplauden la acción de la supuesta víctima de asalto y victimario de los supuestos asaltantes. Hablan de que hace falta una ‘limpieza’ en la sociedad, de la razón que tenía el hombre al ir y, sin mayor trámite, disparar a las personas que estaban en posesión de su celular. Cuando alguna escasa voz disonante dice, por ejemplo: “pero ¿y si no eran los asaltantes?” le caen a improperios repletos de groserías y terminan en la conclusión de que también merecían morir por haber comprado cosas robadas. Es frecuente encontrar la expresión “Así se hace”.
¿En qué momento perdimos el sentido del valor de la vida? ¿En qué momento el robo de un celular se convirtió en causal para pena de muerte? ¿En qué momento la posesión de un celular robado se convirtió en causal para pena de muerte? Y lo peor: para los usuarios de redes sociales, amparados en un relativo anonimato, el héroe es el impulsivo hombre asaltado que localiza el teléfono y va y dispara sin siquiera hacer dos preguntas básicas, con lo cual posiblemente mueren dos inocentes y el asaltante sigue caminando por la calle y asaltando sin problema. Es decir, algo que ni siquiera tiene una adecuada lógica policial.
El hilo de comentarios de la noticia muestra un colectivo de gente que solamente reacciona, no razona, y lo hace primariamente. Las palabras empleadas, el léxico justiciero y soez a un tiempo muestran almas desprovistas de empatía, de compasión, y signadas por una violencia que asusta… ¿la misma que usan en sus hogares?, ¿la misma que emplean para tratar a sus pares, a sus familias, a sus subalternos? ¿La misma con la que pretenden castigar a sus hijos?
Y está también la intolerancia: cualquier disenso debe ser pisoteado. Si no piensa como yo, no vale. Y si no piensa como yo, además, no solo que no sirve, sino que merece el peor trato posible: palabrotas, mentadas de madre, insultos a la inteligencia ajena, acusaciones infundadas de estar del lado de los delincuentes, de la ‘escoria’, como muchos dicen.
Es como en el tema del matrimonio igualitario: la sobrerreacción de la gente en contra realmente asusta. Pero para no desviarnos por otro tema, lo preocupante son los niveles de violencia verbal y de la otra que este pueblo, supuestamente pacífico, supuestamente amable y acogedor, guarda en el fondo de su corazón. No es de sorprender, entonces, que hace unos meses en Posorja hayan sido linchados de la manera más brutal tres personas etiquetadas como secuestradores de niños que solamente habían robado un celular y doscientos cuarenta dólares. Y más triste es que nunca falte quien defienda el hecho como un ‘derecho’ de los agredidos.
Así, con ese nivel de consciencia, no solo es difícil construir una sociedad en justicia y paz, sino también comprender que cada uno de nosotros podemos ser agentes de un cambio positivo, que podemos empujar al mundo en otro sentido, y que mientras juzgar, acusar, echar la culpa y linchar a otro es, aparte de horrible, lo más fácil, mientras que volver los ojos hacia nosotros mismos, nuestras falencias y nuestra capacidad de cumplir una misión positiva en el país y el mundo lleva más tiempo y esfuerzo del que quisiéramos emplear.