Álvaro Samaniego
Un periodista que escribe en su cuenta de Twitter algo semejante a: “El gobierno debe…” está en deuda con uno de los principios básicos de la comunicación social: mantener la independencia.
Mantenerla, fortalecerla, cuidarla: la independencia es el único medioambiente en el que puede realizarse el compromiso de un comunicador de descubrir la verdad.
El desarrollo de la comunicación abrió una ventana que se utiliza con bastante falta de tino: los periodistas, que en teoría entienden la diferencia entre informar y opinar, se apuran a tomar posición sobre la coyuntura. Son “inocentes” víctimas de la pérdida de independencia y de objetividad. Las comillas vienen al caso porque lo hacen para darse baños de fama, a pesar que saben que ello signifique envenenarse conscientemente, conocen todas las implicaciones negativas de tomar partido.
Hay, en los medios de comunicación, una división fundamental: un grupo de comunicadores tiene que encargarse de informar; otro grupo debe emitir opiniones. En este paisaje ideal, la ciudadanía tiene, entonces, hechos (que proceden de la información) y argumentos (originados en la opinión) suficientes para tomar conciencia y adoptar una posición. Esta división trae implícito el hecho de que hay quien sabe informar y se dedica a eso; y que quien puede opinar ha dado evidencias de estar preparado para ello.
Si los roles se confunden y se quiebra la línea divisoria aparecen estos híbridos en que en un momento un periodista informa “con objetividad” sobre un hecho y minutos después “opina con acierto” sobre lo mismo; pero la toma de posición, la argumentación, anula la objetividad de lo informado.
Es irreconciliable la doble personalidad de un periodista, no puede existir. Informar sin opinar en su medio de comunicación y opinar de lo que ha informado en redes sociales le resta independencia y credibilidad. No hay periodistas puros, hay los que todos los días luchan por la pureza y los que ni siquiera se han enterado que existe.
Y, a la final, hay un descenso de la calidad de los contenidos debido a lo que el gran teórico Javier Darío Restrepo califica como pereza mental de los periodistas. Y, al final, los imaginarios que construye la sociedad son endebles, coyunturales, parciales y falsos.
A lo mejor este fenómeno no es reciente, históricamente se ha partido de un supuesto falso para obtener las conclusiones que al periodista le parecen las correctas o verdades absolutas. Pero para camuflar o maquillar ese proceso los mismos medios han construido líderes de opinión funcionales que saben que deben buscar argumentos para justificar la posición del periodista (o del medio).
No es raro que los directores de los medios seleccionen a los entrevistados de acuerdo a sus necesidades informativas. Es decir, si la conveniencia manda que se defienda tal posición se consigue un “analista” que tiene la certeza que agregará argumentos en tal dirección. O, buscarán algún opositor débil y falto de argumentos que debilite la posición contraria.
En este marco de imposición de una agenda informativa que le interesa al medio y a sus grupos de presión, ser informador/opinador es tan malo como ser entrevistador/opinador, la triste tarea de expresar si está de acuerdo o no con lo que ha dicho el entrevistado desvirtúa la función de quien realiza una entrevista, que es explorar con el invitado los temas para obtener los mejores argumentos, sin importar si son a favor o en contra.
Además que existe un penoso aprovechamiento de los espacios: el entrevistador tiene la última palabra y esa última opinión es la que queda grabada en la audiencia. Ejemplo: un ex asambleísta tiene una sentencia judicial en firme por ser el autor intelectual de un triple crimen, pero en los últimos diez segundos el entrevistador deja entrever que podría haber persecución política: ese será el mensaje que asuma la audiencia; el entrevistador lo sabe y lo usa para defender una posición, para pagar un favor o por pura venganza (¿se acuerdan de Carlos Vera diciéndole al ex presidente Correa “Hijo de mala madre”?).
Buena parte de los presentadores de programas radiales son la suma de esta crisis de contenidos. Sus directores o los propietarios de los medios entregan los espacios a personas (la mayoría no tienen estudios de comunicación) profundamente especializados en el arte de la “todología”. Opinan de todo, dicen lo que les sale del sistema digestivo: esta es una observación objetiva, pues nunca dan una información concreta ni sustentan sus afirmaciones.
Esa levedad radiofónica se ha contagiado a la televisión. Nadie se aguanta la tentación de opinar y pocos se concentran en lo que deberían: informar. Probablemente estos presentadores no sepan lo que son los adjetivos: “… expresa cualidad o accidente”, y los usan a mansalva.
Porque se creen que un medio de comunicación es una patente de corso para usar decires que ni siquiera llegan al nivel del sentido común (en este análisis no se incluye el uso del idioma, que aporta con la baja calificación).
Pero, para volver al principio, hay una incapacidad pronunciada para aceptar que desde los espacios de exposición los periodistas no tienen la tarea de gobernar. Los famosos “debe” y “tiene” están básicamente prohibidos para los comunicadores que quieren alcanzar la verdad.
Si un periodista está tan seguro de que sabe cómo solucionar los problemas de su país tiene la opción de seguir el mismo camino que todos los ciudadanos: triunfar en un proceso electoral y aplicar su plan. Los comunicadores no tienen ningún privilegio en relación con los ciudadanos de su país, pero no es su tarea gobernar a través de la presión mediática.
Prima también la incapacidad para aceptar que emitir opiniones sobre temas de interés público significa perder la independencia necesaria para alcanzar la verdad. La manía de liarse a twitazos denota antiperiodismo y denosta el propósito de buscar la información con espíritu objetivo e independiente. El tiempo usado en esas disputas es, simultáneamente, tiempo quitado a la tarea principal de revelar la verdad más profunda de los temas.
Lo ha escrito el renombrado pensador Javier Darío Restrepo: “Los absolutos son dañinos. Una de las formas en que dañan es la pereza mental, pues cuando dices que hay una verdad que es la última palabra, quiere decir que no hay espacio para el diálogo ahí. Si algo ha contribuido a la violencia en el mundo son este tipo de dogmas”.