Por Valeria Puga Alvarez

El imperialismo en tanto forma de gobierno es la expresión máxima del autoritarismo llevado al plano internacional. No es un concepto panfletario, ni una idea demodé. Y aunque hasta la aséptica academia no repare en su análisis, merece una reflexión actualizada al menos desde los márgenes, porque qué sería del pensamiento sin la subversión de los límites de las discusiones que se deben dar. 

Imperialismo, fase superior del capitalismo decía Vladimir Illich Lenin, cuya lectura en el texto homónimo criticaba la tendencia parásita del rentismo y los monopolios, pero sobre todo, develaba al colonialismo como la pieza fundamental de la perpetuación del dominio de un Estado sobre otros en tanto provisores de materias primas.  Muy poco parece haber cambiado. Desde el impeachment contra Dilma Rousseff en Brasil en 2016 hasta el reciente golpe de Estado en Bolivia contra Evo Morales llevan el sello del despotismo y el hambre insaciable de recursos de los Estados Unidos y sus corporaciones. Petróleo y litio y no derechos humanos y democracia fue la ecuación. Evidencia de esto hay mucha.

Más allá de la lectura de Lenin el bueno, el imperialismo tiene también su expresión en lo militar y he aquí la razón por la que China o Rusia difícilmente podrán convertirse en un Estados Unidos II en este terreno. Ningún país tiene remotamente una red de bases militares en territorios extranjeros como los vecinos del norte y aquello, en el gran juego geoestratégico puede contar más que tener un mayor número de armas nucleares. Pero haríamos un análisis maniqueo si equipararíamos el poder a la fuerza únicamente. El poder se extiende a una dimensión más compleja y menos material: la de las ideas y ahí la colonización ha sido por mucho, efectiva. Gramsci lo habría llamado hegemonía y sentido común.

Nuestras parroquianas y colonizadas élites han naturalizado la idea de que lo que es bueno para Washington es bueno para Latinoamérica, de que los intereses de los Estados Unidos también son los de sus vecinos al sur del Río Bravo, y lo que es todavía peor, de que sus adversarios son también los nuestros. Una falacia repetida al unísono por los medios de comunicación corporativos y propagada hasta la saciedad por el políticamente correcto Hollywood.

No hay nada más tercermundista que reducir las relaciones internacionales  o la política exterior a una cuestión de intercambio de productos. Eso lo puede hacer hasta Guillermo Lasso o Carlos Pérez Guartambel, que quiere cambiar el país a punta de tiktoks. Si el fin último es buscar el desarrollo nacional redistribuyendo no es posible limitarse a un solo gran aliado. El americanismo no puede ser una regla de conducta para los latinoamericanos. 

Si algo nos revela la historia es que el extremo alineamiento con la agenda norteamericana nunca ha sido favorable para los intereses de los pueblos de la Patria Grande. Sino que el Ecuador de Lenin el malo diga lo contrario o el Brasil de Bolsonaro lo refute. Nuestros intereses no pueden ser sino la búsqueda por la justicia social, el desarrollo soberano y la integración regional. Aquello no debería incomodar a Washington a menos que lo que le moleste en sí sea el desarrollo de sus vecinos de acuerdo a sus propios modelos y caminos. Y eso es bastante probable.  Tampoco podemos ser ingenuos y caer en confrontaciones ideológicas estériles, sin tener la capacidad de negociación suficiente para cualquier pulseada.

Los gobiernos progresistas demostraron que se puede avanzar democráticamente en los tres frentes sin someterse al “destino manifiesto” anglosajón, diversificando la diplomacia de sus países y expandiendo las fronteras de su política exterior con pragmatismo y habilidad. No obstante, el lawfare ha pretendido nuevamente disciplinar estas conductas y volver a marcar los límites de lo posible. He aquí el dilema: o administramos la dependencia solamente o retomamos la ruta hacia un destino latinoamericano.

Nuestra visión debe sostenerse en un nacionalismo cosmopolita, que anteponga los intereses del pueblo ecuatoriano y latinoamericano por encima de cualquier interés extranjero pero con una amplia visión universal y global, alejada de lugares comunes y patrioterismos baratos. Aquello implica construir relaciones internacionales más allá de Washington y de lo comercial, basadas en un estudio inteligente de la geopolítica actual. Librarnos de la odiosa deuda anti-soberana contraída con el FMI puede ser el primer paso para poder construir una agenda internacional propia, descolonizada y a largo plazo.

Por Editor