Juan J. Paz y Miño Cepeda
Hace casi dos décadas circuló la obra Tales of Two Cities: Race and Economic Culture in Early Republican North and South America (2000) de la historiadora norteamericana Camilla Townsend. En ella se estudia la “cultura económica” de Guayaquil (Ecuador) y Baltimore (EEUU) entre 1820 y 1835, período en el cual ambas ciudades estaban libres de la dominación europea, eran puertos mercantiles rodeados de plantaciones (cereales en Baltimore y cacao en Guayaquil), con pocas familias sumamente ricas. Partían de situaciones históricamente comparables.
Sin embargo, la gran diferencia entre las dos ciudades radicó en la actitud de sus elites frente a los trabajadores y la población. Las elites de Baltimore confiaban en el trabajo libre, el pago de salarios, el acceso a la educación para los pobladores; creyeron en la necesidad de los impuestos, el mercado interno y los capitales extranjeros. En Guayaquil, su oligarquía expandió el trabajo coercitivo, escasamente salarial, no quería impuestos; la construcción de caminos era considerada onerosa, así como la inversión en escuelas; y la abundante población pobre era tenida como una “horda peligrosa”.
En consecuencia, las convicciones sociales y raciales de las elites de Guayaquil obraron en contra del progreso de esta ciudad, mientras en Baltimore fue la actitud de sus elites la que favoreció la modernización. Allí nació la distancia de dos procesos urbanos.
Las conclusiones del estudio de Townsend pueden extenderse perfectamente a otras realidades de América Latina, en donde la conciencia, las convicciones, los valores y las actitudes de las elites dominantes con respecto a los trabajadores y, en general, frente a la población, ha sido otro de los factores de permanente obstáculo al adelanto social y a la modernización económica. Las elites latinoamericanas han sido tan reacias a los cambios institucionales, así como a las reformas sociales, que las diferencias clasistas, así como la brecha entre ricos y pobres se ha mantenido en los países de la región hasta nuestros días.
Pero esta variable sobre diferenciación social y falta de equidad, aunque cuenta para los discursos políticos, no es la que fundamenta las decisiones de política económica en los gobiernos empresariales del presente latinoamericano. Toda la región está hoy hegemonizada por gobiernos que se han hecho eco de planteamientos e intereses privados, y confían ciegamente en que el crecimiento empresarial, el auge de los negocios, la potenciación de los mercados libres y la apertura al capital extranjero son capaces, por sí solos, de generar no solo desarrollo sino también trabajo y hasta bienestar social. En nada importa que la historia de América Latina niegue esos supuestos en cualquier ciclo que se examine.
Como está ocurriendo en Ecuador, esos gobiernos empresariales no piensan para nada en el fortalecimiento de las capacidades estatales, la sujeción de los intereses privados a los intereses nacionales y en la extensión de servicios públicos de calidad para proveer a las poblaciones de educación gratuita, seguridad social universal, atención médica y hospitalaria igualmente gratuitas y universales, amplias garantías laborales e incluso ayudas directas del Estado a los sectores de población más vulnerable.
La búsqueda de equidad no pasa por la mente de los gobiernos empresariales, porque las élites carecen de ese criterio u orientación, demostrando así la permanencia de viejos moldes culturales rentistas, racistas y clasistas en su visión económica.
El atraso en la “cultura económica” de las élites latinoamericanas actuales es un obstáculo al desarrollo porque no quieren afrontar, en forma decisiva, el tema de la inequidad social.
Desde 2010, la Comisión Económica para América Latina (Cepal), que es la entidad latinoamericana más seria en cuanto a las investigaciones en esa área, se esfuerza por introducir el tema de la inequidad en las consideraciones estatales y ha difundido varios libros y artículos sobre el tema. El último se titula La Ineficiencia de la Desigualdad (2018).
Queda en claro que persisten las enormes brechas en cuanto a la igualdad, que mantienen a una América Latina socialmente dividida, de modo que la equidad no es solo un imperativo ético. De acuerdo con la Cepal la promoción de una mayor igualdad no solo ayuda a garantizar los derechos sociales y culturales de las personas, sino que es condición necesaria para acelerar el crecimiento de la productividad. En palabras de Alicia Bárcena, Secretaria Ejecutiva de la Cepal: “Inversamente, la desigualdad genera una cultura de privilegio que cierra oportunidades, reduce capacidades y fomenta un comportamiento rentista en las clases privilegiadas. La cultura del privilegio normaliza las jerarquías sociales y el acceso asimétrico a los frutos del progreso, la participación política y los activos de producción”.
Pero economistas neoliberales, empresarios rentistas y gobiernos empresariales no entienden la necesidad histórica de superar la economía de la desigualdad.