Los países de América Latina han tenido diferentes resultados en la lucha contra la pandemia del COVID 19. Los gobiernos que más invirtieron en salud pública, ciencia y tecnología han detenido el avance del virus. Sin embargo, los países donde se recortó el presupuesto a estos sectores, la tasa mortalidad ha sido la más alta. Con el surgimiento de los primeros casos en Ecuador, el Gobierno de Lenin Moreno afirmó que la población debía prepararse para una “economía de guerra”.

Sin embargo, ese término se mantuvo en los discursos de los primeros días de la “cuarentena” y después desapareció. No puedo afirmar que Richard Martínez, ministro de Economía y Finanzas, sostuvo lo mismo porque solo apareció cuando Ecuador tenía programado cancelar a los tenedores de bonos. Por lo tanto, cabe indagar porque se diluyó esa opción tan extrema, pero indispensable si se quiere salvar vidas. La clave para encontrar la respuesta está en el requisito previo de la economía de guerra: la planificación.  

David Kennedy en su bestseller “Entre el miedo y la libertad” señaló tres elementos fundamentales para comprender los resultados al final de la Segunda Guerra Mundial: la compleja interacción entre tiempo, hombres y material bélico. El tiempo era el enemigo que más amenazaba a las potencias del eje, mientras que para los aliados era un “cuarto socio”. Los japoneses estaban seguros de lo efectivo que podía ser el ataque a Pearl Harbor, pero nunca sostener un extenso conflicto. Por otro lado, los estadounidenses “compraron tiempo” cuando los soviéticos sacrificaron su numeroso ejército en los Urales frente a los alemanes. El objetivo era reasignar sus factores productivos para impulsar la producción bélica. 

Se sostiene con gran acierto que el mundo enfrenta a un enemigo invisible, que tomó por desprevenido a muchos países, mientras que otros observaban a través de los noticieros lo letal de este virus. No obstante, es el Estado, y no el mercado, el que puede enfrentar esta dura guerra, como lo fue en la conflagración mundial de 1939-1945. Una “economía de guerra” implica reasignar los factores productivos, reorientar la producción, restringir la salida de dólares y acelerar procesos de producción seleccionados para enfrentar con éxito una situación inimaginable que desborda.

En 1942, Estados Unidos tuvo que disponer parte de su mano de obra joven para desembarcar con fuerza en Europa y en el Pacífico Sur, mientras que las mujeres se integraron a las fábricas. Los empresarios jugaron un rol clave: el acero y el hierro fueron exclusivamente dirigidos a la industria bélica, y la producción de alimentos se orientó primordialmente a sustentar las tropas. Acaparar oro se convirtió en la política monetaria preponderante, mientras movilizaba todo el ahorro existente a los esfuerzos de guerra.

Franklin D. Roosevelt creó la Oficina de Producción de Guerra (WPB, por sus siglas en inglés). El premio Nobel de economía ruso-estadounidense Simon Kuznets trabajó en esta dependencia para organizar el programa de armamento. Todo respondía al peligro que representaba el nazismo y, por supuesto, a que Estados Unidos es un “país de máquinas”, como lo reconoció Iosiv Stalin en la Conferencia de Teherán.  

En Ecuador, a través del Decreto 732 del 13 de mayo de 2019, el presidente Lenín Moreno suprimió la Secretaría Nacional de Planificación (SENPLADES) y la rebajó a “Secretaría Técnica de Planificación”, solo para cumplir estrictamente los procedimientos de las leyes vinculantes. La eliminación de esta instancia de planificación a nivel nacional impidió que los recursos fueran asignados eficientemente. Por ejemplo, las universidades de investigación Ikiam y Yachay, han pasado casi inadvertidas en los dos últimos meses, a pesar del esfuerzo y las propuestas de sus estudiantes y profesores. En otro caso, la primera instancia para el abastecimiento de insumos médicos era Senplades porque coordinaría la producción interna y la cooperación de los demás países.

El gobierno nunca dialogó con los empresarios de la industria alimenticia y farmacéutica, los textileros, los pequeños y grandes productores, el sector pesquero y los exportadores. El país necesitaba planificar, a través del Estado, desde el día uno de la “cuarentena” las provisiones de alimentos suficientes a la población de bajos recursos. En un “cruce de cuentas”, el gobierno saldaba los valores con las empresas proveedoras. Las clínicas y hospitales privados no fueron coordinados por el Estado para sumarse a los esfuerzos que realizaba la salud pública. No se reanudó la construcción de los hospitales y centros de salud, postergada desde 2017.

Por otro lado, el economista Augusto de la Torre ha sostenido que la realidad superó a la legalidad, los trabajadores y empresarios deben llegar a un acuerdo en caso de despidos, donde cada uno de los actores deben realizar el esfuerzo que exige las actuales circunstancias. No obstante, descarta que la relación trabajador-empresario es desigual, de “cancha inclinada”. Desde 1776, esto fue expuesto por Adam Smith en su magna obra Una investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones.

Por eso, el Ministerio de trabajo debe interceder a favor del trabajador y no del empresario. En una “economía de guerra”, si una empresa quiere despedir a sus empleados, debe hacerlo previo informe favorable del Ministerio de Trabajo. Este último debe elaborarse con base en tres aspectos de la empresa: 1) situación financiera; 2) sector económico al que pertenece; y, 3) nivel de ayuda estatal. 

De la Torre también señaló que es necesario, por la dolarización, administrar la cantidad de dólares y apuntó a reducir el tamaño del Estado en la economía a través de la reducción de salarios y el número de empleados públicos. Sin embargo, no se contempló otra forma de llevarla a cabo: centralizar y aumentar la liquidez doméstica en el Banco Central del Ecuador, y evitar el drenaje de divisas a través del no pago a la deuda externa, la restricción a la salida de capitales y a las importaciones.

Una economía de guerra no puede estar basada en “donaciones”, sino en una estructura impositiva sustentada por los diferentes niveles de ingresos y en el stock de riqueza. Un principio clave: la contribución desde el capital deber ser mayor que la realizada por el trabajo. Por ejemplo, los sectores económicos que registraron niveles de utilidades por encima del promedio en 2018 y 2019, son los que más deberían aportar: la banca privada generó utilidades en estos dos años por USD 1169 millones. La política económica debe buscar un equilibrio entre no malograr el consumo y, a la vez, maximizar la recaudación.  

El gobierno despreció planificar de la forma en que se ha descrito y las consecuencias están a la vista: Ecuador es el caso que los gobernantes de los otros países repudian. El Centro Estratégico Latinoamericano de Geopolítica (CELAG) estimó que la caída del Producto Interno Bruto (PIB) para 2020, propiciado por la pandemia del COVID 19, sería menor si se considera una mayor participación del Estado. De todas maneras, la confabulación de intereses internos y externos aniquilaron la única forma eficiente de enfrentar la pandemia del COVID 19 y consagraron a Ecuador y, específicamente, a Guayaquil a una insoportable y lacerante realidad.

Por Editor