Carol Murillo Ruiz

¿Qué pasa cuando no tienes de qué escribir? Mejor dicho: ¿qué pasa cuando lo que lees y ves y antes te interesaba de un modo eufórico y racional –al mismo tiempo- ha perdido la hendija por la cual descubres que el mundo aún es vivible y que la política es una faceta más de esa vitalidad propia y ajena?

A ratos es bueno alejarse de eso que nos cautiva. La política en el Ecuador ha descendido a un hueco de vicios rancios; pero resurge en espacios donde parece que no es política y se la trata como un activismo que hierve autónomamente, apartado en cubículos de miedo y, también, de coraje e ilusión.

Por ejemplo: el acoso sexual en universidades (públicas y privadas) ha cobrado una inusitada actualidad porque muchas mujeres –aquí y allá- han decidido que su palabra tiene un valor esencial en medio de tanto machismo ilustrado, amén de la impunidad que da el prestigio de ser hombre –o macho- en un país atestado de clichés y sumisión a un orden cultural y sexual marcado por la discriminación y el rol del cuerpo de la mujer siempre tutelado por el falo verbal.

Esos activismos también son política, macro política: porque el acoso sexual pertenece a un armazón de conductas sociales normalizadas por discursos y prácticas que olvidan la división sexual y política de los cuerpos que engendran y los cuerpos que reproducen; los cuerpos que desean y los cuerpos deseados. Tal dualidad maliciosa opera desde el instinto… dicen; noción a la que se quiere reducir el acoso sexual antiguo y contemporáneo: los hombres no se controlan, los hombres son permeables a cualquier influjo visual, los hombres se rinden ante la carne, los hombres son vencidos por las mujeres.

En las denuncias que se procesan en ciertas áreas académicas, verbi gratia, abundan las referencias al chantaje sexual implícito de las notas, de los pases de semestres o de la constante persecución del ‘objeto’ ansiado: las hembras que pululan en los campus universitarios son propensas a decir sí para relativizar y cumplir su temporal circunstancia de seducidas, cortejadas, presionadas confundidas, amortiguadas. Y esa circunstancia se repite porque el macho también pulula en el alma mater (la oficina, el bus, la casa, el restaurante, la calle) en su rol de acosador enmascarado de galán. No hay zona donde la irregularidad de su apetito acumulado se deslice hacia la contención y el respeto por otro ser humano: la mujer.

En ocasiones ellos alegan que ellas son más activas y propician los encuentros, el devaneo oral primerizo, el sinuoso asalto. Y es cierto, en parte y a veces, porque se olvida contextualizar un hecho central y poco inocente: cuando el macho es una eminencia (académica, profesional o cultural) la relación de poder (frente a la hembra) toma un matiz clave a la hora del cuasi cortejo o acoso: la inversión social del poder del uno da poder fugaz a la otra, y, en semejante simulación de roles, la mujer cede porque… así es la vida… y la estructura social y moral soporta que ellas no se hagan las estrechas.

En este juego de aparentes persuasiones mutuas, perviven milenios de historia, cultura y luchas sociales y políticas generales y específicas. Por eso recalco que el activismo (contra el acoso sexual) congela, por lo menos en las arengas altisonantes, el peso de la política, de la macro política, en el marco del legado de un sistema –que debe denunciarse- para obligar a mirar cada problema dentro de un contubernio más cerrado, es decir, un entramado de poder que subyuga las relaciones humanas y desfigura lo social como tejido originario de una ética pública y privada justa.

El acoso sexual tiene respuestas en todas partes. Una de ellas es la sancionatoria. Otra el descrédito del antes prestigiado. Pero ambas impugnaciones no copan el cosmos psicosocial y moral que surca un proceder anómalo y siniestro. Las mujeres no solo quieren castigo para el acosador, las mujeres quieren, luego de saber por qué esa conducta absurda es reiterativa y legitimada por un mensaje dominante, cuándo las sociedades conformadas por hombres y mujeres realmente libres, afrontarán el eje principal de esa anomalía: el nuevo patriarcado fundado en el relativismo cultural de una tolerancia mal entendida y peor asumida, que hace que quienes para salvarse de la cruz del instinto aduzcan que tal prelacía, también hace daño a los hombres. ¡Asunto cabalmente cierto pero que no demuele el corpus ideológico que nutre el machismo por milenios! Ergo, no se trata de que los hombres se vuelvan feministas de un día para otro, ni que el feminismo sea la única vía de disputa para cotejar derechos y justicia, sino que la lucha tenga como dispositivo cardinal la rueda de la política que incluye y moviliza a todos y en todas las geografías. Pues, en determinados círculos, hay que decirlo sin rubor, el feminismo o varias expresiones del feminismo, ahuyentan objetivos comunes (de lo colectivo y público) y hace renacer un obscuro moralismo que encubre el deterioro de las relaciones sociales sin pensar que incluyendo a los que no son feministas (mujeres y hombres) se pueden obtener más contactos y empatías con esa mayoría de la sociedad desinformada, prejuiciada e indiferente.

El acoso sexual no puede quedar impune, pero tampoco el sistema que lo solapa, reproduce y circula por las arterias de una comunidad hipócrita.

Gracias a las mujeres que hablan y gracias a los hombres que no se quedan impasibles ante el abuso de otros hombres.

 

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