Carol Murillo Ruiz

Oí este fin de semana, en una película sobre la investigación de la muerte de J.F. Kennedy, una frase –atribuida al poeta y noble inglés John Harrington- que me dejó pensando. El actor principal la pronuncia con vehemencia y altivez: “La traición nunca prospera. ¿Cuál es la razón? Porque si prospera, nadie se atrevería a llamarla traición”.

Cuando en política se habla de traición se pueden enlazar varios elementos que arman un conjunto de mentiras, intereses, deslealtades, suspicacias y hasta odios personales. Pero los más sabios apuntan que son otras las razones: la debilidad ideológica, la falta de formación política y la ausencia de una ética social que sostenga las posiciones y convicciones que todo sujeto político debe tener para elevar el carácter intrínseco de su compromiso personal y colectivo.

En el Ecuador llevamos casi un año hablando de la supuesta traición de Lenín Moreno al proyecto de la Revolución Ciudadana, y no son pocos los que ensayan un testimonio o una tesis sobre lo que de verdad le pasó al actual presidente para que desertara, de modo tradicional, es decir vacío de doctrina e ideología, del programa político del que fue parte durante diez años y se juntara con quienes denostaron de las ideas y la praxis que cambiaron la historia del Ecuador.

La traición, se dice, se debe más a las antiguas debilidades ideológicas de Moreno que a su impensado triunfo en la política, o sea, paradójicamente, al respaldo que el propio Rafael Correa le brindó durante sus dos vicepresidencias ancladas en el ámbito social. Habría que matizar qué se entiende por debilidad ideológica y suerte política; pero lo cierto es que el actual mandatario no tiene ningún ánimo para capitalizar su cargo ni hoy ni mañana: su presencia en Carondelet hace tiempo huele a cansancio, hartazgo y miedo; a pesar de que sus hacedores de comunicación muelen formas de no exponerlo políticamente, pero el gobernante se esfuerza por saturarse de trivialidad instantánea… y, eso, ni el mejor maquillaje mediático puede esconderlo, menos ahora cuando ya se ha confirmado que la catadura de Moreno está hecha de un chiste nunca bien contado.

Ahora bien, la traición sigue siendo el quid de su desgracia íntima en el mundo (político) parroquiano en el que ha convertido su investidura y acaso el destino del país. Pues durante los últimos dos meses las medidas políticas, económicas y de seguridad que se toman frente a la Plaza de la Independencia, contradicen cada vez lo que supuestamente es Moreno: un hombre de izquierda. (Claro, otro chiste mal contado). De ahí deviene que la traición se haya convertido en una categoría política de la que no se hablaba desde la muerte de Alfaro y que alcanzó ribetes de desvergüenza en la actual coyuntura. ¿Coyuntura? Tal vez hay que pensar la traición como un sello que definirá, malsanamente, el perfil psíquico de Moreno en los escritos de interpretación histórica en ciernes.

¿Por qué una traición como esta es imposible de ocultar? Porque nunca el país había vivido una etapa de instrucción política en vivo y en directo. Las ideologías, que para muchos son envases con etiquetas pero sin ningún contenido, sí pesaron a la hora de ubicar, por ejemplo, en qué consiste una reforma del Estado o qué es una política pública o señalar los abismos entre el interés privado y el interés ciudadano general (nada extraño para quienes debaten la política desde el sustrato de su ética social tácita). Por eso, la traición se deriva en una cuchillada al corpus de un pensamiento que estableció diferencias en la forma de hacer política para todos y hacer política solo para las elites. La traición es a ese corpus conceptual y práctico que caló y transformó a un enorme sector de la sociedad ecuatoriana y que se ratificó en las urnas el 2 de abril de 2017 (ganando una elección presidencial) y el 4 de febrero de 2018 (perdiendo una Consulta y Referéndum al votar contra la inconstitucionalidad y la traición). ¿Ganó la traición? ¡No! Ganó la revelación de la traición.

Es también cuestión de propaganda. Los más locuaces y listos del régimen actual pintan la traición como fidelidad a la honradez y a la transparencia de la función pública. ¿Pero están gobernando ahora con honradez y transparencia? ¿Están trabajando para ‘perfeccionar’ lo que se hizo bien en la década pasada o solo desprestigian un proyecto para alterar la historia e inventar el agua tibia? La propaganda dice que moralizar no es traición. ¿Pero hay alguien que fiscalice el accionar del Ejecutivo? ¿O están ocupados desde hace un año en destruir institucionalidad y personas para encubrir su mínima capacidad por lo menos de gestión? Ninguna traición se viste de mona, porque mona se queda.

Pero la cereza de la traición se hiper concreta con la aprobación de la Ley Trole 3. Es obvio que hay más traidores en el escenario. No solo es un individuo. Claro que a otros no se les nota porque desde el principio fueron claros: el modelo económico correísta no conviene al país, hay que volver a matar el Estado, decían. Hoy muchos aplauden la Trole 3: los empresarios y los dizque súper honestos que bendicen la traición a lo público.

Parafraseando a John Harrington: la gente sabe que la traición se paga y muy caro.

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