Iván Orosa Paleo

Es casi inevitable que, con el paso de los años, se plantee un análisis sobre Mayo del ‘68 en clave histórica. Sin embargo, el intento de presentar los hechos como un mero objeto histórico, desprovistos de su profunda dimensión política, supone el riesgo de soslayar un debate que, a mi entender, puede dejarnos lecciones útiles, si es que nos planteamos como tarea urgente la construcción de una alternativa al capitalismo.

El relato oficial, en clave liberal, nos presenta una «revolución» en los 60 como un empeño interclasista de los sectores más dinámicos de las clases medias aspiracionales y de las clases acomodadas (la juventud) de romper con los corsés culturales que sobrevivieron a la posguerra, pero que no pudieron acomodar la expansión de la modernidad.

Convenientemente, se intenta presentar un contexto en el que las consignas de La Chinoise, los discursos de Martin Luther King o las imágenes de las protestas contra la Guerra de Vietnam eran poco más que un telón de fondo para presentar una disputa como conflicto entre la generación de antifascistas que derrotaron al nazismo y sus hijas e hijos sociológicos.

La falacia de este relato queda demostrada si contemplamos la reacción contemporánea del régimen. Frente al carácter espontáneo de la revuelta, de su carácter impugnatorio, antisistémico, la Francia tradicionalista y conservadora que siempre ha considerado a Marianne como la hija bastarda de la masonería y el jacobinismo supuso la revuelta de mayo como un ataque contra la propia esencia de la nación. El gaullismo reunió a 800.000 personas en las calles, que aprobaron la represión y que avanzaron, pese a la incredulidad del General, con la victoria electoral que sostuvo al régimen.

Efectivamente, el conflicto de clase y la desafección profunda latían en el subsuelo. En el exterior, además, el mundo bullía en sus centros y periferias. La lucha armada aún no era anatema para las izquierdas europeas, la Ofensiva del Tet fue la constatación de que los EE.UU. estaban metidos en una ratonera, de la que pretendieron salir con genocidio y napalm. El movimiento de los No Alineados articulaba a los gobiernos del Tercer Mundo en un contexto en que la aparición de figuras como Lumumba, Nkrumah, Nujoma y Neto mostraban la puerta de salida al colonialismo en África y revelaban la vigencia del internacionalismo desde el Sur. El Che estaba vivo, andaba por África. Mao estaba presente en los apuntes de clase de los jovenzuelos de Nanterre y la Sorbonne. En Italia, Irlanda del Norte, en Chicago o en Praga, el conflicto se expresaba con crudeza.

Obviando la inserción del estallido parisino en este contexto internacional, existe una cierta conciencia de fracaso de parte de cierta izquierda europea al analizar el impacto del Mayo del ‘68. Quizá, la constatación más palmaria de ello sea su comprensión, desde ámbitos progresistas, como el estallido revolucionario más potente en toda Europa en los últimos 50 años. Esa lectura refleja, en mi opinión, un intento de cerrar en falso el debate necesario en torno a la pregunta: ¿Estamos condenados a elegir entre una revolución política incapaz de construir hegemonía, o una revolución cultural que no alcance a transformar las estructuras políticas?

Resulta particularmente revelador el debate sobre el papel de las organizaciones obreras francesas, y en particular del Partido Comunista Francés, durante esos días. Siendo fuerzas políticas formidables en aquel momento, fue imposible acomodar el caudal de la protesta. (Althusser ante el desbordamiento). Más allá de la consideración de la disputa entre tradiciones enfrentadas en el seno del marxismo, cabe identificar aquí dos problemas endémicos de las izquierdas en Europa. Primero, las dificultades para acumular fuerzas de manera efectiva. Segundo, la dificultad de traducir el análisis concreto de la realidad concreta (Lenin dixit) en una estrategia efectiva para conquistar el poder.

En nuestra Europa posmoderna, inmersos como estamos en la discusión sobre el concepto de populismo, donde pretendemos reinventar el concepto de hegemonía a través de la oferta de orden, el riesgo que corremos es que hoy, en un contexto de fragmentación extrema de las fuerzas populares, aceptemos que no hay más camino que la supervivencia y adoptemos como estrategia la defensa a ultranza de la distinción. En mi opinión, debemos hacer exactamente lo contrario. La pregunta es: ¿cómo salvar las diferencias programáticas para construir espacios de confluencia y articulación?

Al calor de la respuesta popular a la crisis de 2008, se crearon en Europa múltiples iniciativas de articulación política internacional, expresión tal vez de un nuevo internacionalismo (pan)europeo. El Plan B, el AlterSummit, el Foro de Marsella, Transform! se sumaron a iniciativas ya existentes (como el Partido de la Izquierda Europea). Una primera tarea es establecer mecanismos de coordinación efectivos, en torno a agendas políticas orientadas a la acción, entre organizaciones y movimientos populares de muy distinta índole: partidos políticos, sindicatos, plataformas ciudadanas de activismo, pero también y, sobre todo, los movimientos populares. Y, entre estos últimos, señalando especialmente al movimiento feminista organizado: un movimiento transversal, con potencial hegemónico (y hegemonizante) y profundamente revolucionario, que en la actual coyuntura está demostrando una inteligencia política y una capacidad de articulación excepcional en torno a cuestiones básicas de justicia y equidad.

En el mundo actual, es más importante que nunca articular mecanismos efectivos de solidaridad basados, precisamente, en la comprensión de que la lógica del capitalismo es la misma (con distintas manifestaciones) en París, Johannesburgo, São Paulo, Delhi, Rabat, Berlín o Seúl. Globalizar la lucha significa comprender cómo opera el capital en cada lugar, identificando las comunalidades para después construir agendas políticas para la acción colectiva.

Los manifestantes de París estaban imbuidos de internacionalismo revolucionario. Y esa es la lección del Mayo francés que debemos recordar. Europa debe salir de su ensimismamiento y mirar al Sur. Es necesario revigorizar un internacionalismo solidario que permita crear estructuras permanentes para la construcción de alternativas al sistema, y que ayude a pensar estrategias para hacerlas realidad.

Que las organizaciones de masas ya no existan en Europa no significa que los pueblos no conserven la capacidad de resistir, ni que sean impermeables a la organización. No podemos recluirnos en los espacios académicos o en las esquinas del poder institucional. Afrontar el reto de la organización hoy es una tarea insoslayable para las que queremos luchar por un mundo de justicia y equidad.

En plena Guerra de Argelia, Frantz Fanon decía en Los condenados de la Tierra: «Si deseamos cumplir las expectativas de nuestros pueblos, debemos buscar respuestas en lugares que no sean Europa». Es el momento, para los propios pueblos de Europa, de adoptar esta máxima como principio de acción política.

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