La técnica legislativa señala que la elaboración de una ley debe trascender el tratamiento del conjunto simple de casos particulares que se pueden prever en determinada materia, esto es, la casuística. Sin embargo este artículo comienza con una historia individual y hasta personal. En 1999, existió en Guayaquil, una banda de delincuentes que se dedicaba a robar vehículos asesinando a sus propietarios, entre ellos mi único hermano. Esta banda nunca fue capturada a pesar de las múltiples víctimas que existieron.

Empiezo con esta cita personal, a fin de que el criterio jurídico que se recoge a continuación no se perciba desde el ascetismo con que suele revestirse el derecho.  Como víctima, cito a otras, en especial a las familias de las mujeres muertas por violencia machista. En el 2014, cuando se incorporó el femicidio como delito en el Código Orgánico Integral Penal, el Estado ecuatoriano reconoció la existencia persistente y oculta de mujeres, que a manos de agresores nacidos en el seno de una sociedad patriarcal, perdían y pierden la vida. Relaciones de poder basadas en el género, discriminación, expresión de sadismo y crueldad, de destrucción a la víctima, mujeres absolutamente cosificadas. El Estado entonces comprometió su quehacer para prevenir, investigar, sancionar y reparar cuando ocurren esta clase de hechos, que no es otra cosa que la vulneración extrema de derechos humanos.

Pero cabe preguntar. Un Estado en desmantelamiento, en achicamiento, como en la década de los 90, ¿puede cumplir obligaciones de garantía y protección de derechos humanos, incluyendo la prevención, atención, investigación, sanción, en caso de vulneración? ¿Un gobierno en que las políticas públicas de inclusión son reemplazadas por actos de caridad, realizados por la figura arcaica de primera dama, con un presupuesto público reducido en áreas como la política de prevención de la violencia contra las mujeres, está dispuesto a asumir de manera eficiente la administración pública?

A partir de los Instrumentos Internacionales suscritos por el Ecuador en materia de Derechos Humanos, el Estado tiene dos obligaciones fundamentales, respetar derechos y libertades, y garantizar su libre y pleno ejercicio, para lo cual debe organizar todo la estructura gubernamental, mediante la cual se expresa el poder del quehacer público, para prevenir, investigar, y sancionar su vulneración. Con respecto a la responsabilidad del Estado por actos de particulares violatorios de derechos humanos la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha dicho:

“… Es imputable al Estado toda violación a los derechos reconocidos en la Convención cumplida por un acto del poder público o de personas que actúan prevalidas de los poderes que ostentan por su carácter oficial. No obstante, no se agotan allí las situaciones en las cuales un Estado está obligado a prevenir, investigar y sancionar las violaciones a los derechos humanos, ni los supuestos en que su responsabilidad puede verse comprometida por efecto de una lesión a esos derechos. En efecto, un hecho ilícito violatorio de los derechos humanos que inicialmente no resulte imputable directamente a un Estado, por ejemplo, por ser obra de un particular o por no haber identificado al autor de la transgresión, puede acarrear la responsabilidad del Estado, no por ese hecho en sí mismo, sino por falta de debida diligencia para prevenir la violación…”, (Caso Velásquez Rodríguez contra Honduras)  

El Estado ecuatoriano ha  renunciado tácitamente a protegernos frente a la violencia ejercida contra nosotras, cuando la policía aduce su falta misma de protección, para no actuar contra la delincuencia o los agresores de mujeres, a pesar de que las leyes dicen lo contrario, como en el artículo 32 y 33 del Código Orgánico Integral Penal, que determinan condiciones, estado de necesidad, que eximen de responsabilidad penal a quien causa lesión o daño a una persona, por proteger el derecho propio o ajeno, cuando está en real y actual peligro, y qué decir de legítima defensa ante una agresión y necesidad de actuar ante ella.  En el mismo sentido el Reglamento de Uso Legal, Adecuado y Proporcional de la Fuerza para la Policía Nacional del Ecuador, vigente desde 2014 establece 5 niveles del uso de la fuerza que la policía debe utilizar en su actuación de brindar seguridad a la ciudadanía, entre estos, la “utilización de fuerza letal o de armas de fuego con munición letal, a efecto de neutralizar la resistencia o actuación antijurídica violenta de una o varias personas, en salvaguarda de la vida de la servidora o servidor policial o de un tercero frente a un peligro actual, real e inminente”. Diana, en Ibarra, pudo y debió ser protegida por la fuerza policial.

Sin embargo, los femicidios que son prevenibles si se protegieran los derechos de la ciudadanía a través de un Estado con recursos humanos y económicos suficientes, que aparentemente sólo acarrean responsabilidades para sus hechores, son tratados ampliamente en los segmentos de la denominada “crónica roja”, los periodistas “afanosamente buscaron”, en las instituciones y autoridades públicas, responsabilidades lo que casi siempre concluía en entrevistas que sirvieron, a más de satisfacer el morbo, para no encontrarlas. Y es que un hecho de “crónica roja” no suele trascender más allá del histrionismo, y en estos casos sirve para ocultar el estado en que se encuentra el cumplimiento de las obligaciones estatales. Los medios de comunicación social aprovechan las lágrimas de los familiares, sin respeto alguno, para acrecentar su público, sin mayor reflexión, para luego dedicar su programación a replicar y perennizar estereotipos en que las mujeres volvemos a ser objetos y no sujetas. La Ley Orgánica de Comunicación agoniza y con ella la oportunidad de exigir información con ética y dignidad.

El Estado se achica y nuestro derecho a una vida libre de violencia también.

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