Carol Murillo Ruiz

No soy de las personas que se asombran de la nada aunque en lo sensible peque de ser un frágil pétalo rojo. Pero al leer la historia española de La manada (el caso de una chica asaltada sexualmente por cinco hombres y el desenlace del juicio), en sus distintas noticias y comentarios y, hace unos días, tropezar con un artículo titulado “Por qué los hombres violamos” de Víctor Lapuente, un profesor universitario español de ciencias políticas, no pude menos que asombrarme de la forma en que se puede abrir un debate sobre un tema que hoy ocupa la atención global: por qué los hombres (siguen) acosando, hostigando, desnaturalizando o violando a las mujeres en pleno siglo XXI.

El artículo de marras hace gala de provocación y ya su autor ha tenido que explicar mejor su contenido e intenciones. Como pretexto de aquello, lo que me interesa destacar es que así como hay corrientes feministas que desangran sagazmente al singular patriarcado de los hombres, hay también corrientes machistas que desde una sabiduría de conceptos y artes del cortejo –muy pulidos- para el imaginario femenino contemporáneo (clases medias, sobre todo), han creado escenarios de disputa que van más allá de la violencia que viven –con igual o peor gravedad- los sectores populares donde el patriarcado y las sombras del machismo no se sofistican tanto.

Víctor Lapuente dice que “(…) educar en la igualdad de género ayudaría a los hombres a liberarnos de dos estresores que alimentan nuestra violencia: los corsés emocionales y la competitividad extrema”. Un testimonio válido pero que no está exento de esa construcción perspicaz que hace del neo machismo una trama de ofensiva intelectual, elaborada para relativizar la violencia estructural que esa tara conlleva.

En las noticias y enfoques que se hacen del caso de La manada, se arman razones para desprestigiar a la chica (por frívola, parrandera y libertina) y otras para defender a los asaltantes sexuales; porque la chica no exhibió resistencia absoluta cuando la atacaban. Una serie de comentarios virtuales siguieron a la sentencia mínima que se va a aplicar a los delincuentes y en ellos se nota cómo la sociedad enfrenta el delito: matizando conductas, leyes, morales, costumbres, determinismo biológico (como Lapuente cuando dice que los hombres violan “En parte, por la testosterona, que dificulta nuestro autocontrol. Aun así, con la misma biología, los hombres cometemos hoy menos crímenes que en el pasado”), etc. Ciertamente, lo tomé como una provocación (al debate) insertada en el texto y le funcionó a Lapuente, días después tuvo que escribir otro artículo aclarando los puntos del primero.

Pero atrás de todo esto hay algo que vale subrayar: los hombres no dejan de ser machistas por decisión propia o porque empiecen a militar o intercambiar con mujeres libres (no necesariamente feministas), sino por un imperativo de legitimación social que hoy cunde en sociedades que por fin han aceptado que si no se discute la violencia machista (individual o estructural) el fenómeno crecerá precisamente porque hay gente que lo naturaliza, y el saber social colectivo aún está cooptado por unos valores que dan a la mujer un lugar inferior en la escala de las relaciones de poder implícitas en la idea de pareja, de familia o de amigos.

La premisa de intentar dejar de ser machistas en un mundo machista tiene una densidad mayor: las nuevas ideas sobre la masculinidad que hoy existen para alentar la equidad de género y asumir con seriedad las discusiones sobre machismo y hembrismo, las relaciones no heterosexuales y las renovadas (a veces ni tanto) ópticas feministas que hoy enfrentan eso que yo llamo el machismo ilustrado de cierta parcela de hombres en todo el orbe. Con tanto a cuestas parecería que es arduo separar las aguas del inveterado machismo alojado en la cultura humana y el moderno machismo que usa como sombrilla, verbigratia, la opinión pendenciera de Lapuente para atenuar la violencia de los machitos.

Lo vi en los jueces que sentenciaron a los de La manada, lo leí en cronistas que ajustan hábitos y críticas sociales muy tibias, lo sentí en editoriales que conceden a las mujeres un categórico radio de acción para ejercer su libertad, lo siento en el ‘ambiente universal’ que ofrece el acceso a la tecnología y sus útiles escenarios de rebeldía (virtual), y lo observo en las fotos de marchas multitudinarias en la misma España contra la violencia sexista.

Así, en medio de tan extraña explosión de ¿conciencia sexual? frente a un problema tan viejo pero tan impostado por el protocolo legal (y moral), ha sido imposible ponerse de acuerdo en qué mismo es un abuso, una violación o un crimen sexual en el caso de La manada, y dicha explosión de conciencia sexual, generalizada en mujeres, activistas, militantes y ciudadanía asqueada, cree decir harto y nada. Por eso, el artículo de Lapuente, en mi opinión, dio un golpe maestro porque impuso la exquisitez machista en la puerta del burdel social para hacer saltar el picaporte de varias de las tesis que el sentido común (de hombres y mujeres) ha creado para que toleremos la desgracia carnal de las humanas: tener sexo sin consentimiento.

Lo que vino después ya lo sabemos: tortura social e intelectual para el atrevido que escribió tal prontuario y, además, un rosario de quejas feministas que dejan al tipo en la lona. Pongo en discusión lo que apunta Lapuente, pero acoto que lo que él escribe subyace en la mente, de modo movedizo e instintivo, de una colectividad ausente de sus propias (e ingratas) prácticas sexuales; pero sensibilizada por la pirotecnia mediática que cuando surgen estos casos retumba también en su rating.

Todo lo anterior me lleva a pensar que el machismo ilustrado está triunfando en un mundo donde las mujeres, no estrictamente feministas, siguen presas de las convenciones más vanas que el mercado (o el templo) instaló en sus sentimientos y cuerpos, y han dejado que los hombres –su machismo- innove las relaciones de poder en un cúmulo de selectos juegos de persuasión –en el mejor de los casos- o en violencia cuando esas mismas mujeres ‘aceptan’ el rol de objetos pasivos o activos en un asalto sexual.

Víctor Lapuente no se equivoca cuando usa su machismo ilustrado para herir a la sociedad –la suya o la nuestra-; lo que indica que los prejuicios de antaño habitan el presente y que cierto feminismo no triunfará si solo se ocupa de adoctrinar a las mujeres ya violentadas y no de cotejar, aprehender y ahondar en las sinrazones que hacen que el profesor de ciencias políticas escriba lo que escribe, no porque lo comparta (especulativamente) sino para que ellas fragüen sus luchas desactivando los dispositivos del machismo y su evolución intelectiva para dizque justificarlo. 

Guardo la impresión de que el machismo ilustrado contemporáneo, incluso al margen -o gracias- a lo que el articulista español borroneó, se ha re-habituado –remachado- en tipos que se pensaría han superado la carga cultural de su cuita o dicha falocéntrica, (“El patriarcado es también terrible para la salud de los hombres”, dice Lapuente), pero lo discordante es que las mujeres, inscritas a dos aguas entre sus roles de señoras o locas, aún no distinguen el terror espiritual e intelectivo del boyante machismo ilustrado de los hombres que no aman a las mujeres.

 

 

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